Dororo, de Osamu Tezuka

dororoAlgunas historias son épicas por naturaleza. Son tan grandes y narran hechos tan asombrosos que permanecen en el imaginario colectivo durante generaciones. Son como una sonata bien ejecutada, de sonidos dulces y amargos, crueles y tiernos, que arroba a los oyentes. Esas historias luego se tararean. De boca a oído, sucesivamente, hasta convertirse en leyendas. La mayoría cuentan gestas; y tragedias. Aventuras, traición y amor se conjuran en ocasiones para servirnos un relato apasionante. La muerte también revolotea, recolectando su parte de protagonismo. Esas leyendas presentan un denominador común: un personaje que va desarrollándose a la par que recorre su larga senda de vicisitudes. Un protagonista que deberá llevar a cabo unas misiones muy concretas que le completarán como persona. Ese perfeccionamiento del ser, del alma, es siempre en un sentido metafórico. Pero hay ocasiones en que la metáfora y lo literal convergen hasta diluirse. Este es el caso del manga Dororo. Un relato repleto de heroicidades, amores imposibles, extrañas amistades de inquebrantable lealtad y monstruos. ¡Oh sí! Olvidé decirlo, pero las mejores leyendas tienen un buen puñado de ellos. Pero, dejadme que os explique, brevemente, de que trata Dororo.

Dororo es un jovenzuelo con amor por lo ajeno. Si lo que llevas en tus bolsillos tiene valor o es brillante, olvídate del objeto en cuestión. Él, que da título al manga, es en realidad el inseparable compañero del héroe. Así pues, esta es realmente la historia de Hyakkimaru, un samurái sin amo, un ronin que vaga por el mundo en busca de 48 demonios. Aquellos que le robaron trozos de su cuerpo. Todo empezó con un macabro trato. Pedazos de un bebé, el cual ni siquiera aún había nacido, a cambio de un poder inconmensurable. Su propio padre, Daigo Kagemitsu, fue una de las partes implicadas en el trato. Y cuando Hyakkimaru nació, él mismo fue el encargado de abandonarlo dentro de una cestita con destino río abajo. Ahora, convertido en una especie de ciborg, Hyakkimaru solo tiene un propósito en su vida: encontrar todos esos monstruos y volver a ser un humano completo.

Tras esta epopeya se encuentra un dios: Osamu Tezuka. No, no he enloquecido. Y no lo digo yo. Osamu Tezuka “dios del manga”. Este sobrenombre se lo ganó al revolucionar la anquilosada, cuadriculada y obtusa forma de narrar que el cómic japonés tenía allá por la época de la post guerra. Dororo es un manga perfecto, un ejemplo único y vigoroso, para descubrir esa nueva y ágil forma de narrar que Tezuka concibió. Viñetas con diferentes formas y tamaños. Personajes que se salen de éstas. Splash pages a porrillo. Brillantes transiciones, de gran belleza visual, que nos muestran el pasado de los personajes. Que sí, que ahora hasta el cómic más mediocre ya tiene de todo eso y más. Pero hay que tener en cuenta que Dororo data de finales de los 60. Fue toda una revolución cuando Tezuka tomó los pinceles y, dibujando con total libertad, empezó a romper los moldes de lo establecido.

Aun así hay que decir que el dibujo de Tezuka es engañoso. Cualquiera que haya leído Astroboy, o llegó a ver la tan famosa serie de animación La princesa caballero, recordará aquellas caritas redondeadas que mostraban ojazos similares a los de un cachorro de gatito. ¡Coño, si hasta Hitler parecía buena persona en su obra Adolf! Asimismo, los cuerpos tampoco gozaban de demasiados ángulos y las curvas se llevaban la palma en la fisonomía del cuerpo humano, animal o ser de procedencia infernal. No, no tenían esos rostros angulosos, esos músculos tonificados o esas figuras esbeltas a los que ahora el manga nos tiene más acostumbrados. Así pues, y como he dicho, esto puede llevar al engaño de que vamos a encontrarnos en Dororo una historia infantil. Craso error. Pues un Hyakkimaru de rostro redondito y de músculos esféricos desenvaina su katana cada dos por tres para arrebatar vidas a diestro y siniestro. Un giro de muñeca por aquí, y una cabeza menos. Una estocada, y otra vida que se esfuma. Dororo, aunque risueño, no escatima en argucias para robar lo que sea. Y los villanos, que no escasean, son también de postín: seres sin alma capaces de matar niños, yokais (extraídos la mayoría de la tan rica mitología nipona) que despedazan seres humanos y señores de la guerra que son capaces de esclavizar a su propio pueblo con tal de ganar una batalla. La sangre fluye en las viñetas cuando la violencia se sucede.

Pero Dororo no es una historia plana, no es únicamente un relato sobre violencia. Y es que por ella transitan personajes que deben cargar con el peso de grandes secretos, historias de terror (como la del pequeño Hyakkimaru) que pondrían los pelos de punta a Junji Ito o, como dice el propio Dororo, a Shigeru Mizuki o incluso tramas dignas de las mejores tragedias griegas. En Dororo encontraremos todas esas miserias que el alma humana es capaz de engendrar al igual que todos esos sentimientos benignos que también la forman. Como el amor o la amistad. La redención y el perdón. Arrepentimiento. Compasión. Todo ello a lo largo de más de 800 páginas en las que Osamu Tezuka nos lanza a una aventura realmente memorable en la que además tiene guardada alguna que otra sorpresa. Como algún que otro cameo (incluido el suyo propio) o Dororo hablándole al lector. Sí, Dororo es una leyenda épica, plasmada en papel y transformada en un excelente y divertido manga, que merece ser leída cientos de veces y recomendada otras tantas.

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