El monóculo melancólico

El monóculo melancólico, de Guido Ceronetti

El monóculo melancólicoTodos sabemos para qué sirve la melancolía, a saber, para hacer poses interesantes y suicidarse. Pero, ¿un monóculo? ¿Quién se atreve hoy en día a llevar un monóculo? ¿Quién quiere parecerse a Fritz Lang, a la caricatura de un capitalista de XIX, o al Pingüino de Batman? No cabe duda de que, al igual que las crestas punks y los calcetines de rombos, lucir un monóculo en el siglo XXI equivale a toda una declaración de principios. ¿Y cuáles son los principios de Guido Ceronetti?

Hay personas que nacen en una época equivocada. Algunos lamentan haber nacido demasiado pronto, pues temen no llegar vivos al lanzamiento del iPhone 78, mientras otros, como Ceronetti, parecen maldecir, pese a la contundencia del verbo, el siglo tan tardío en que vinieron al mundo. Porque el siglo que le tocó vivir a este filósofo, poeta y traductor, no fue sólo el de los mayores genocidios de la historia, sino también, y el vínculo es evidente, el de la desacralización y banalización del arte y, por consiguiente, la desacralización y banalización del ser humano.

A algunos nos gusta coger el camino menos recto para llegar a los sitios. Por allí es más corto, por allá es más seguro, nos dicen los demás. Sí, pero a mí me gusta más ir por aquí: es más largo y más arriesgado. Del mismo modo, en este libro de ensayos que tan acertadamente tituló El monóculo melancólico, podría decirse que Guido Ceronetti hace un recorrido muy personal a través de la historia, empezando con el purulento Jesucristo crucificado de Grünewald y concluyendo con la bomba atómica de Hiroshima (da un salto a tiempos mucho más recientes, pero ese artículo, “Valtelina 1987”, es a mi juicio el único que flojea) para reivindicar, de un modo no por melancólico menos enérgico, un retorno al humanismo.

Naturalmente, uno puede estar en desacuerdo con el concepto de humanismo que tiene Ceronetti. No todos aceptarán los salmos como camino para pasar del tével (el mundo, o el desorden y la confusión) al kosmos, ni considerarán que la pérdida de la fe nos empobrece, pero pocos podrán resistirse a su enciclopédica erudición y a su magistral uso del lenguaje, un lenguaje esplendoroso y de una belleza casi arcana.

Ceronetti es capaz de apasionarnos con su concepto del gallo cósmico, con su retrato de Santa Teresa, o con su comparación de un dibujo de Van Gogh, un grabado de Rembrandt, y el cadáver de una prostituta en la morgue. Al respecto de este último, ved la riqueza de su estilo, en uno de sus párrafos más sencillos:

… Me la ha recordado, si bien lejos de aquella transparencia de alma que es la dádiva de un par de milenios de sepultura, la imagen de obituario que cierra este tríptico femenino: Dolor-Tiempo-Tánatos; tres tonos donde tres fragmentos de misterio mujeril han sido arrojados, vestidos de silencio.

En otro brillante ensayo, la catedral de Estrasburgo lo lleva a lamentar el actual abismo existente entre el obrero y el intelectual, un abismo inconcebible en la Edad Media, donde el más humilde artesano participaba del arte divino, el misterio de la creación. El autor contrasta esa faceta creadora y, por tanto divina, de los albañiles medievales, es decir los masones, con la automatización del obrero de planta actual, condenado a repetir el mismo gesto por el resto de sus días. No hay duda de que el tono que impregna de principio a fin El monóculo melancólico es totalmente apocalíptico.

Tenemos, en el conjunto de la naturaleza, una indiscutible superioridad de abyección sobre el resto de los seres vivos; es más, somos los únicos portadores de abyección y de pecado en el mundo. Nuestra capacidad de degradación es infinita.

Uno de los artículos más sorprendentes por la severidad de sus opiniones es el dedicado a la Guerra Civil española. Como muestra, un botón. Al hablar de los dos bandos, Ceronetti nos dice:

Todavía podemos conservar alguna simpatía por el bando …………., a condición de quitarnos todo tipo de venda acerca de la mediocridad, de lo discutible de lo que fue en él lo mejor, de los innumerables, ciertamente demasiados, comportamientos propios de hijos de puta.

(He optado por ocultar el bando del que habla porque yo no tengo el valor de Ceronetti). Tampoco dejará de causar sorpresa e incluso indignación su escasa apreciación de algunos artistas y obras casi sagradas en España. Así, este gran admirador de Santa Teresa, Goya o Buñuel, se refiere a Unamuno como “un hombre justo y un escritor ilegible”. El teatro de Lorca lo califica como “de una imbecilidad insufrible”. La música de De Falla, “Españas fascinadoras de cartón”. De esta criba no se salva ni el Guernica. Ceronetti detesta el cliché folklórico y aborrece la santurronería pretenciosa, embobadora y autocomplaciente.

Y entre aquellos imbéciles deificados, no habiendo sido convertido en ceniza pelada en Hiroshima, cenizas en suspensión, también estaba yo, y me veo tal como era: en fermento de apoteosis, un joven mortalmente estúpido que se imaginaba que iba a cambiar quién sabe qué cosas poniendo juntas algunas palabras.

Seremos apotéosicos o no seremos nada. En resumen, una pequeña maravilla de libro, relevante, profundo, hermoso y provocador, de cuya lectura deben abstenerse todos aquellos que buscan en un libro una sosegada y placentera confirmación de todas sus opiniones y valores.

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