El río de la vida

El río de la vida, de Norman Maclean

el rio de la vida

Tres cuentos autobiográficos, sencillos y hermosos, para leer sin prisas.

Escribir debe ser un oficio reñido con las prisas; imagino que si quisiera dedicarme a la literatura necesitaría, además de talento, mucha paciencia.  Claro que si comenzara a escribir a los 70 años, ya jubilado, con el único propósito de dejar constancia de las historias que les contaba a mis hijos cuando eran niños, sin intención alguna de publicar, aunque seguiría faltándome el talento, me lo podría tomar con mucha más calma.  Y si, además, hubiera dedicado buena parte de mi vida a la pesca, tendría la paciencia garantizada.

Así debió escribir Norman Maclean –contador de cuentos, jubilado y pescador– sus primeros relatos: despacio, deteniéndose en cada detalle, rescatando sus recuerdos con parsimonia, dedicando a cada reflejo del sol sobre el agua, a cada lance de caña, a cada aroma del bosque el tiempo necesario.  Del mismo modo que el río –el mismo río que cuando era un impetuoso arroyo dio título al libro– a medida que ralentiza su marcha al acercarse a la desembocadura, se hace también más poderoso y profundo, los cuentos de El río de la vida tienen una fuerza capaz de arrastrar al lector a los territorios más salvajes de Estados Unidos durante los primeros años del siglo XX.

La ventaja de escribir las historias que contabas a tus hijos muchos años más tarde, cuando ya son mayores, es que ahora puedes contarlo todo, no es necesario eliminar ningún pasaje.  Aún así, los tres relatos reunidos en este volumen (El río de la vida; Leñadores, proxenetas y “Tu camarada, Jim”; y Servicio Forestal de Estados Unidos, 1919) no pueden ocultar que nacieron como narraciones infantiles; el tipo de historias con las que un padre, además de dormir a sus hijos, intenta explicarles cómo se pesca con mosca, se carga una mula o se convierte un árbol en tablones.  Y, sobre todo, trata de transmitirles sus valores.  Con el paso del tiempo la narración se irá enriqueciendo con “enseñanzas” de otro cariz –los conflictos familiares, el alcohol, el juego–, pero sin perder ese tono paternal y didáctico del cuento de antes de dormir.

En todo caso, se trata de relatos hermosos, incluso en el sentido más visual de la palabra.  No solo se pueden ver los paisajes:  llegan a todos los sentidos, se puede oler el bosque, tocar las cortezas de los árboles, oír el canto de las aguas del deshielo y saborear el rancho de los leñadores tras una jornada agotadora.

A finales de los setenta, Norman Maclean nadaba en contra de la corriente de la literatura norteamericana.  Uno de los primeros editores a los que presentó el manuscrito lo rechazó sorprendido:  “En estos cuentos salen árboles”, arguyó; ¿cómo iba a publicar eso?.  Y es cierto, salen árboles, leñadores, ríos, guardabosques, tahúres… un western con truchas en lugar de caballos.  Pero eso no significa que sean relatos bucólicos, anclados en la añoranza de un tiempo que fue tanto mejor cuanto más pasado.  Las historias de Maclean también hablan de fracasos, de miedos, de sueños rotos, de incomunicación.  Hablan de hombre duros, que trabajan con las manos, pelean con los puños y beben hasta caer inconscientes, y de mujeres más duras aún, capaces de sobrellevar las adversidades con la misma entereza que sus maridos e hijos y, además, hacerlo en silencio y dejándoles creer que son ellos los más fuertes.

Hablan del amor por la tierra, pero no de un amor contemplativo; en estos cuentos la naturaleza es tan bella como peligrosa y es necesario aprender a “leerla”, a comprenderla para sobrevivir.  Sólo entonces es posible amarla de la única forma en que el amor es verdadero: de igual a igual.

Y gracias a ese humor de los tipos duros, a esa retranca del que es capaz de reírse de sí mismo sin mover un músculo de la cara, no hay tristeza ni amargura en la nostalgia por ese mundo ya extinguido en el que todo estaba en su sitio y tenía un nombre.  Al contrario, haber vivido en ese tiempo donde la vida era mucho más difícil, pero no tenía doblez, no es motivo de melancolía sino de satisfacción para Maclean, porque gracias a la literatura ese mundo no se ha perdido ante la voracidad de lo moderno.

“A mediados del verano, yo, con diecisiete años, aún no me veía como parte de un relato.  No tenía la menor idea de que, a veces, la vida se vuelve literatura, no por mucho tiempo, desde luego, pero sí lo suficiente para ser lo mejor que recordamos y con la suficiente frecuencia como para lo que al final entendemos por vida sean esos momentos […]”

A veces la vida se vuelve literatura, y otras, como es el caso de estos cuentos, la literatura cobra vida.

Pero por encima de todo, por encima de la belleza, de la sencillez, de la franqueza de El río de la vida, me quedo con su pasión, con la pasión sincera e infinita con que Maclean pesca, trabaja, pelea, ama y vive.  Con la pasión con la que escribe.  Como decía el gran Miguel Delibes, con quien sin duda Norman Maclean compartía una cierta visión de la vida, una novela es “un hombre, un paisaje y una pasión”.  No se me ocurre una definición mejor: los relatos de El río de la vida contienen todos estos ingredientes.

Quizá El río de la vida parezca un libro un tanto anacrónico.  Pero hoy más que nunca, ¿no sienten necesidad de vez en cuando de un horizonte amplio y una explicación sencilla?  ¿No les ha hecho falta en algún momento salir del atasco, apagar el móvil y buscar un lugar solitario y silencioso donde contemplar el amanecer sobre el mar, o por encima de las montañas?  ¿O tomar un libro como El río de la vida de la estantería y leerlo despacio, sin prisas?

El cuento que da título a este volumen se convirtió con el paso del tiempo en un clásico de la literatura norteamericana, que fue llevado al cine en 1992 por Robert Redford.

Javier BR

javierbr@librosyliteratura.es

10 comentarios en «El río de la vida»

  1. Estoy de acuerdo contigo: de vez en cuando todos sentimos la necesidad de horizontes amplios y explicaciones sencillas. Vi hace tiempo la película a la que te refieres y me gustó bastante, desde entonces tengo pendiente conocer este autor y ahora tú me lo has vuelto a recordar. Un saludo.

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  2. Javier, yo tamibén creo que escribir está reñido con las prisas, de hecho creo que se nota cuando un autor escribe así, la historia puede ser buena pero suele faltar profundidad y emoción. Eso mismo le hace falta a la lectura, si se lee con prisas perdemos, por lo general, parte del encanto.

    Como siempre, una gran reseña amigo mío!

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  3. Estoy muy de acuerdo con los dos comentarios anteriores, en su momento ví la película pero con tu reseña me han entrado ganas de coger el libro y leerlo tranquila, si pudiese ser en la orilla de un rio…
    Me encanta cuando dices: A veces la vida se vuelve literatura, y otras, la literatura cobra vida. A mi me parece que lo más habitual, es que la literatura cobre vida y pase a formar parte de la nuestra.

    Un saludo

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  4. Un libro que te deja buen sabor de boca, especialmente el primer cuento, el que da título al volumen, que es soberbio. Uno puede temer encontrarse con un escritor un tanto anacrónico o excesivamente bucólico, pero no lo es; a pesar del ritmo pausado, las historias son intensas.
    Iván, Susana, muchas gracias por vuestros comentarios.

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  5. Coco, coincido contigo en que las más de las veces la literatura, la buena literatura, cobra vida y se incorpora a nuestra experiencia. A veces, incluso, cobra vida propia y campa a sus anchas. Pero ¿no te ha sucedido alguna vez que de repente te parece que lo que te está pasando en una etapa de tu vida parece tener un guión, como si fueras un personaje de tu propia historia?
    Muchas gracias por tu comentario.

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  6. A mí también me gustan los libros de cuentos, es un género con el que me siento muy cómodo y, no nos engañemos, la mayoría de las historias se pueden contar en 40 o 60 páginas. O menos. Gracias por tu comentario, Pepebadajoz.

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  7. Muchas veces me ha sucedido, pero coincide con periodos duros y difíciles en los que todo se junta, y pienso: ni el mejor escritor hubiese podido narrar una historia con un personaje como el mio, porque no se lo hubiera creido nadie. jejeje….

    Un abrazo.

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