La hora del lobo

La hora del lobo, de Javier Magano

la hora del loboEl resto es silencio

Hamlet

O no. Puede que no lo sea. A pesar de las sombras, a pesar de la muerte, del amor envenenado o de la oscuridad que se cierne. Quizás no sea suficiente. Ese silencio. Porque en la ausencia de palabra, en lo no dicho, en lo imaginado en nuestra garganta y pulmones, ahí también hay vida, existencia, una pátina de letras que danzan en un baile macabro – el baile del alma siempre lo acaba siendo – donde la pasión, la podredumbre, la violencia, el deseo, hacen marca y mellan, horadan la carne y nos muestran como somos. Seres dolientes. Que sufren. Pero que al final viven, se entregan, a un olvido que el destino a forjado, o quizás simplemente a una imagen de nosotros que el espejo no está dispuesto a devolver. No seremos, sólo estaremos. Juegos de verbos que lo implican todo. Y palabras, más palabras por favor, para que no llegue el silencio y sí la guerra, el ruido, la contaminación acústica, ese placer, ese buscar sonidos para no perdernos en la soledad eterna. La hora del lobo. Con sus colmillos y su pelaje. Con la furia que sucede a la caza, a la búsqueda de la presa, cuando todo era olernos, saborearnos como especies en peligro de extinción. Y por fin, en ese intermedio en el que nos acurrucamos en los brazos de otro, la poesía, que lo envuelve y lo destruye todo, que transforma y traduce, que muere y mata con puñales forjados en vocales y consonantes, en versos que paladean la piel que nos recubre. Y se requiere un receso, un descanso del ejercicio, del deporte que es vivir, que es leer, que es meterse en el interior del poemario, de lo que nos dice, de lo que nos grita en sus páginas. Un receso de este juicio que provoca en el lector verse y reconocerse sin nada que se interponga. La verdad, la cruda verdad.

 

Sí. Soy yo. Recorriendo con mis lengua y mis labios la poesía de Javier Magano. Un poeta, el trovador que con sus palabras hiere, inflige el daño, clava la espada en el corazón, lo atraviesa, y poco tiempo después lo saca, cuando ya el último aliento ha desaparecido, ha dejado nuestro cuerpo, tras el disfrute que pertenece a La hora del lobo, un tiempo en el que los aullidos serán la religión que sustituirá a lo ya conocido, a lo ya saboreado, a lo degustado por el paladar y digerido en nuestro estómago. No suelo – por miedos infantiles y otros tantos más adultos – meterme de lleno en la poesía. Algo trastoca siempre mis sentidos, mis recuerdos, cuando un poema llega a mis manos y, junto a mi mirada, siempre subjetiva, hago mío algo que ha creado otro. Una especie de vivencia, de experiencia más allá de lo explicable. Por eso, esa es la razón, de que se convierta en algo complicado mecerme en este asiento, en este asiento que arde, para hablar de este poemario. Y se me hace difícil porque es complicado hablar de lo vivido, de lo sentido más aún, porque entre emociones y vivencias uno acaba cayendo en el abismo, en una especie de precipicio que nos quitará la vida antes de haber llegado a tierra, antes de que nuestro cuerpo reviente sobre el suelo. Quizá esa sea la presentación más digna que puedo hacerle a La hora del lobo. Es una caída, mi caída. Una sensación de vértigo tan saludable que, a veces, sigue pareciéndome increíble haber desaprovechado tanto la oportunidad de conocer lo que contenía, lo que guardaba en su interior, lo que de verdad conseguirá en un futuro en el que yo, que me considero una persona demasiado emocional, seguiré recordando sus palabras y – sobre todo – los silencios.

Hay algo eterno en la poesía de Javier Magano. Una necesidad de permanecer, de reconocer que el tiempo va sumando minutos, y que no se detiene. Esa movilidad, la que da la experiencia y un alma inquiera, son los valores seguros de una obra que estremece y consigue destruir una parte de todos nosotros. Hablar, escuchar, sentir, amar. El sexo como atributo. La imagen de un cuerpo que escribe, que nos habla. La muerte que se ve a lo lejos, o cerca, o en una especie de camino que no lleva a ninguna parte, o simplemente a ese final al que estamos destinados. Tantas cosas, tantas evidencias, que en un crimen, La hora del lobo sería el asesino, la marca que se deja para reconocer la firma, una señal de que todo lo que había antes, lo que conocíamos ya de antemano, estaba equivocado. Seremos poesía, pero no una cualquiera. Seremos, por fin, la poesía de Javier Magano. Y nos perderemos, cómo no, en sus ojos azules cuando las sombras ya nos hayan devorado.

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