La luz de Candela

La luz de Candela, de Mónica Carrillo

la luz de candelaFui feliz. Lo fui. Como los niños que hacen travesuras. La sonrisa idiota en la boca. La lágrima de felicidad que no quiere salir, que se queda agolpada en la cuenca de los ojos, sonriente también ella, juguetona. Moviéndome por las calles sin verlas, sólo mirando a quien era la persona que yo quería, que incluso adoraba, a la que veneraba olvidándome de mí, sin existir, sin una identidad fijada, sin ser yo porque dejé demasiado espacio para que entrara, para que se convirtiera en esa especie de fantasma que invade los sueños. Hasta de eso se adueñó. De la imaginación que por las noches nos visita. Pero fui feliz, sería absurdo decir lo contrario. Y aquella tarde, cuando el cielo plomizo amenazaba con descargar sobre nosotros, me dijo “creo que lo mejor es dejarlo”, mi tiempo se detuvo en una milésima de segundo, esa milésima de segundo que necesité para que todo se cayera, para que el jarrón se rompiera, para que el agua se filtrase por cada una de las grietas y yo me convirtiera, en una casa londinense, en un niño pequeño que no paraba de llorar. Esa fue mi historia, la que guardo y a veces sigue quemando, poco, pero aun hoy sigo sintiendo que algo queda de aquella brasa que intentó abrasarme vivo. Y he recordado, durante las páginas de La luz de Candela que mirar atrás de poco sirve si no tienes un presente al que anclarte. Yo lo tengo, ya no hay rencores, no hay palabras que decir ni silencios que tragarse. Lo importante sucedió, en ese viaje, en esa casa de ventanas amarillas que, años después, volví a visitar y ante la que no sentí absolutamente nada. Pero la lectura nos hace viajar, a veces a lugares que creías cerrados, y eso no significa que te duela, simplemente te hace darte cuenta de lo vivo que has estado, aunque creyeras que no ibas a superarlo.

Candela ama a Manuel, pero él termina la relación. Será entonces cuando ella desgrane todo lo que él supuso en su vida, las decepciones que la visitaban cada día y cómo un amor tan grande se puede convertir, con el tiempo, en algo tan pequeño. Porque no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista.

 

Me planteaba empezar esta reseña hablando de las bondades de leer a Mónica Carrillo. Pero no lo haré, porque con sólo haber leído la introducción uno sabe que La luz de Candela ha tocado algo que llevaba mucho tiempo en suspenso. Sí, es el amor, ese amor que se apaga de golpe, que nos hiela de frío y que nos produce los escalofríos que no consiguen las películas de terror. Sentirnos solos aunque estemos acompañados, ir vagando por las aceras mientras el sol nos saluda cada mañana, ese sentirse una veleta movida únicamente por el viento, no por nuestra voluntad, y ese, también, superar el duelo de una relación que se acaba y que no volverá a forjarse. Es curioso comprender, con frases sueltas, con capítulos enlazados por microcuentos, por pequeños poemas que son como pisadas que después la marea se llevará, es curioso, decía, comprender que en un instante nuestra vida puede dar un giro de ciento ochenta grados, y descubramos que el lado de la cama que antes acariciábamos y guardaba el calor de otro cuerpo se quedará frío para siempre, o que el simple hecho, el detalle, de no oír la puerta cerrarse, no volverá a enturbiar la siesta que cada tarde nos echamos. Son pequeños instantes que la autora maneja a la perfección, que nos envuelven como aquellas vidas que se escapan entre los dedos, como la arena que inquieta quiere escapar y no puede.

Ser una novela no debe ser fácil. La lectura, su significado, tiene tantas variantes como ojos se posen en ella. La luz de Candela es una historia de amor, cierto, de desamor, también cierto, de cómo la vida nos pone y nos quita a gente que creemos importante, totalmente de acuerdo, pero algo se intuye, no sé muy bien qué es, entre esos párrafos, que hacen anidar dentro una especie de sensación, de emoción que había hibernado, que se había escondido en una cueva y decide salir en ese preciso instante. ¿Quién no ha vivido una historia fallida? ¿Quién no ha necesitado de un descanso, de un llorar por la pérdida, de un sentirse desvalido cuando algo se rompe? Mónica Carrillo que quizá no lo sabrá nunca, que puede que con estas palabras una las vidas de muchos de nosotros, consigue que cerremos los ojos, que recordemos, que nos veamos a nosotros mismos y nos bebamos por dentro. Porque aunque seamos pasto de las lágrimas, siempre habrá una especie de luz, ahí fuera, o dentro, en el sitio que nosotros decidamos ponerla.

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