Los papeles póstumos del Club Pickwick

Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens

Los papeles póstumos del club Pickwick

Generalmente, apenas llevo leídas unas páginas de un libro sin que aparezca un mujik, alguien que pague en kopeks o que recorra distancias en verstas, me mustio un poco hasta que me aclimato a un hábitat que ni es ruso ni se me antoja a estas alturas el mío natural. Pero con Dickens no, con él nunca necesito esfuerzo de adaptación ni periodo de aclimatación alguno, volver a Dickens es volver a casa y si en literatura se puede aplicar el concepto de puerto seguro, por derecho propio se le debe aplicar a él. La confortable sensación de calidez que uno siente como lector cuando se asoma a una de las obras de este genial autor bien pudiera ser asimilable a la que pueda sentir un niño pequeño cuando está triste (y nunca están tristes a secas sino más bien desolados) cuando su madre le abraza o simplemente se acaricia la cabeza y de repente se produce el milagro de la evaporación de las preocupaciones y sólo existe en el mundo el agradable calorcito de la protección maternal. Uno con Dickens no se olvida de los problemas del mundo y de la sociedad, de hecho es el propio autor quien los pone magistralmente de manifiesto, pero siente una regresión a aquel impagable abrazo, a aquel paraíso infantil, sintiéndose invadido por la certeza de que aunque ocurran desgracias, allí dentro no le puede pasar nada malo.

Este libro, Los papeles póstumos del Club Pickwick, aun siendo su primera obra novelística (antes publicó perfiles periodísticos que acabaron por convertirse en cuentos bajo el pseudónimo de Boz) es una colosal muestra de la inconmensurable narrativa de Dickens, una obra un tanto esclava de su formato (se publicó por entregas) pero en la que se despliegan tales dosis de ingenio y humor, siempre con una elegancia difícilmente igualable, que se gana a pulso no sólo el calificativo de cervantina con que la crítica, con muy buen tino, acostumbra a calificarla, sino el lugar de privilegio en las letras universales que desde luego ostenta.
Un club de personajes acomodados, aristócratas, comienza un viaje de exploración por su país con el afán de documentar las vidas y costumbres de sus paisanos guiados por su pasión filantrópica a la par que por un cuestionable diletantismo científico que Dickens no se priva en ridiculizar cada vez que se le presenta la oportunidad. Lo cierto es que estos personajes, y muy especialmente el propio Pickwick, quien comanda la expedición, bien pudieran parecer grotescos o fuera de lugar, lo cierto es que en la sociedad victoriana de la época que tanto y tan bien retrata Dickens, comenzaban a ser personajes un tanto caricaturescos, pasados de moda, pero esa circunstancia que el autor utiliza como herramienta de gran potencial humorístico (el difícil encaje de estos personajes tan alejados de la realidad con la realidad misma) no es hiriente ni ridícula, Samuel Pickwick y sus amigos rayan en ocasiones lo paródico, pero el tratamiento elegante que el autor hace de esta circunstancia lo que pone de manifiesto es una crítica a una sociedad en la que la honestidad y la fidelidad a los unos principios, no por anticuados menos firmes, suponen más una fuente de conflicto que de admiración.El hombre es solamente un ser mortal, y hay un punto más allá del cual no puede extenderse el valor. El señor Pickwick miró por un momento a través de sus lentes a la masa que avanzaba, y luego limpiamente volvió la espalda y… no diremos que huyó; en primer lugar, porque es una palabra innoble, y en segundo lugar, porque la figura del señor Pickwick no era de ningún modo adecuada para ese modo de retirarse: salió trotando, a la velocidad más rápida a que sus piernas podían llevarle; tan rápidamente, en efecto, que no percibió del todo hasta más tarde la dificultad de su situación.

El sentido común necesario para la llegada a término de las aventuras del cuarteto de caballeros lo encarna sin duda del típico cockney Sam Weller, el criado del señor Picwick que se constituye en personaje fundamental, en el eslabón capaz de anclar a los disparatados exploradores en la vida real. Su aparición supuso un hito en la publicación periódica del Picwick, ya que a partir de ella el Evening cronicle amplio su tirada de 400 a 40.000 ejemplares.

Lo interesante de la pareja inolvidable que forman el caballero Picwick y su criado, además de los hermosos lazos de amistad y fidelidad mutua que forman, es que cada uno por su camino (y son caminos muy diferentes) y con fidelidad escrupulosa a sus respectivos principios (que son principios muy diferentes), convergen milagrosamente en objetivos comunes y lo hacen no por conveniencia, justicia o razones de clase, sino por la inmensa bondad de sus corazones. Ese factor se hace cada vez más presente en la obra de forma que hacia el final de adueña prácticamente de ella, los nobles actos de uno y otro, su capacidad para perdonar y para ayudar al resto de los personajes convierten la lectura de esta novela en una experiencia reconfortante y tremendamente reconciliadora con la condición humana.
Es una obra en la que los conflictos se solucionan y los villanos se redimen (con la excepción, claro está tratándose de Dickens, de los abogados Dodson y Fogg), es una obra con final feliz y con una interminable sucesión de situaciones surrealistas que basculan entre lo cómico y lo hilarante, pero en la que también hay otras historias, cuentos en realidad, con las que la comitiva se va encontrando por el camino en las que se muestran otros registros bien diferentes. Que nadie piense que sólo va a reír, la lágrima siempre acecha y la reflexión siempre está presente, porque toda la novela supone una crítica social, la simple exposición realista de las condiciones de vida de muchas de las personas que aparecen en la obra lo es, pero también porque Dickens lo quiso así. Los abogados y los políticos (los fanatismos políticos) son quienes salen peor parados, pero no se puede dejar de poner de manifiesto que el autor tiene para todo el mundo.
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La publicación por entregas de la novela tenía en aquel momento una particularidad: los textos eran el desarrollo de las ilustraciones, no al contrario, de forma que era el ilustrador quien en principio señalaba el camino al escritor. Dickens, gracias al éxito cosechado, pudo invertir esta dinámica y convertirse en dueño y señor del destino de la obra a partir de lo que sería posteriormente el capítulo III de la obra. No obstante, las deliciosas ilustraciones de Robert Seymour primero y de Hablot K. Browne  (“Phiz”) después, forman parte de la historia del Club Pickwick y merecen ser destacadas.

…nunca lamentaré haber dedicado la mayor parte de estos años a mezclarme con diferentes variedades y matices de la especie humana, por más que mi búsqueda de novedades haya parecido frívola a muchos. Como casi toda mi vida anterior había estado dedicada al negocio y a la búsqueda de la riqueza, se me han presentado por primera vez numerosas perspectivas de las que no tenía idea previa; espero que para ampliar mi ánimo y mejorar mi comprensión. Aunque he hecho poco bien, confío en que he hecho menos daño, y en que ninguna de mis aventuras será para mí otra cosa que una fuente de recuerdo divertido y placentero en el crepúsculo de mi vida. ¡Dios les bendiga a todos!

 

Andrés Barrero
andresbarrero@vodafone.es

4 comentarios en «Los papeles póstumos del Club Pickwick»

  1. No, esta edición no recoge las láminas sino que son comentadas en el prólogo bastante ampliamente. Están disponibles en wikicommons.
    Gracias por participar y un abrazo.

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