Lou Reed era español, de Manuel Vilas

Lou Reed era españolManuel, Manolo (no sé si alguien te llama Manolo, Lolo quizá, algún antiguo amigo del colegio al que encuentras por Barbastro, alguien a quien retiraste la palabra hace tiempo pero que todavía te saluda por la calle), Manolo, querido, el día que escribas una autobiografía, una de verdad, a calzón quitado, quizá nos encontremos ante uno de los momentos más gloriosos de la literatura española del siglo XXI. Dicen que la autoficción está llegando a sus últimas horas, que estirará la pata en el próximo lustro, década quizá. Ven y clava el último clavo de su tumba, Manolo, que será un clavo de oro de cien quilates, si es que eso es posible. Échale tierra encima con el relato de tu vida, aunque sea en seis volúmenes, como Knausgard, o en no sé cuántos, como Trapiello, y luego orina sobre ella para que la tierra se compacte sobre el túmulo. Te lo pido por favor.
Porque me has dejado con las ganas después de terminar Lou Reed era español. Qué primeras cien páginas, y mira que partes de un argumento bastante simple: un adolescente de provincias recorre la España de finales de los setenta en pos de Lou Reed. En pos de sus discos, de sus conciertos, una tarea casi imposible en el país de Julio Iglesias y Raphael. Compras en pesetas, viajes eternos en automóvil por carreteras secundarias y una torpe pero bonita pérdida de la virginidad. Franco, la Guardia Civil, los obispos. Mientras tanto, Lou descubre la cuajada, y el Prado, se entera de que el mar que baña Barcelona no es el mismo que acaricia Nueva York, toca en lugares tan alejados del Madison Square Garden como el estadio del Moscardó (y la monta). Toda la discografía de Lou está ahí, bien, su manía con Bowie y los Stones, su manera de mirar por encima del hombro a John Cale. Pero sobre todo está una parte bien contada de la Verdadera Historia de España, con mayúsculas, resumida en la mirada tierna del chico, que en mi cabeza eres tú, y en tu ojo sarcástico, en tu maestría para la reducción al absurdo y para dejarnos con una sonrisa agridulce en los labios. Porque no hay nadie que hable tan bien de las cosas serias como los payasos, y a ti siempre te ha gustado que parezca que lo tomas todo a la ligera.
Sin embargo, luego echas el freno. Viene la segunda parte de este objeto-literario-no-identificado y se va perdiendo por el camino parte de esa ilusión inicial. El chico desaparece, o casi. Se hace mayor y deja de contarnos qué le parece nuestra entrada en la OTAN, lo que estaba haciendo durante el primer mandato de Aznar, dónde compró su último disco de La Voz. A cambio, el propio Lou toma la palabra y, entre reprimendas a sus esposas y a su mánager, comienza a hablar con la propia España, nada más y nada menos, y con un grupúsculo de españoles que encuentra en el cielo. Ahí me has perdido, Manolo. Yo quería acompañar de la mano a ese joven (a ti) en los duros años de la crisis de la mediana edad, quería ver crecer a sus hijos o a los hijos de tus amigos, deseaba fervientemente que arribara al momento en el que ganamos el Mundial. Yo quería poner este libro de cara en la estantería, porque me encanta la portada y porque así se vería el dorso de sus páginas, de un amarillo muy chic y las visitas pensarían que soy un tío guay. Lo quería poner ahí, ocupando el mismo espacio que los dos lomos del Quijote, te quería poner pasándole la mano por la cara a Cervantes, y poder decir ahí está la Verdadera Historia de España contada por este hombre, que viene a sustituir a la que contó el que estaba detrás, un poco anticuada ya después de tantos siglos.
No va a poder ser, y no porque el libro no sea bueno, sino porque todavía creo que lo puedes hacer mejor. Un poco solamente, una pizca. Así que no eres tú, soy yo, Manolo.
A fin de cuentas Lou Reed, lo dices en el libro, tampoco sonaba nunca tan bien en concierto como lo hacía en los discos y en la cabeza del protagonista.

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