Mientras haya bares, de Juan Tallón

Mientras haya baresA Juan Tallón lo leo a menudo en dosis de 140 caracteres y a veces un poquito más. Especialmente cuando escribe en rojiblanco, aunque nunca he sido demasiado fetichista de los colores en según qué otros contextos. Como me gusta lo que dice y, en particular, cómo lo dice, siempre he tenido la curiosidad, aunque no la ocasión, de leer alguna de sus novelas. Sucede que cuando ya estaba casi decidida a hacerme con un ejemplar de El váter de Onetti, apareció Fin de poema, aunque no sé si precisamente en ese orden, y terminé bajando al bar. Metafóricamente, claro. O en otras palabras empecé por el final, que es también su último libro publicado y que lleva el título de Mientras haya bares.

Así las cosas, desconozco si hay en la literatura española un homenaje mayor a los bares –qué lugares, que diría Gabinete Caligari– que este libro que es en realidad una recopilación de las mejores columnas del autor gallego, donde habla de todo menos de bares pero también, y esencialmente, de ellos.

A partir de su experiencia propia y de la ajena, Juan Tallón reflexiona con ironía y humor sobre cualquier circunstancia susceptible de comentarse detrás de una barra de bar, como aquella donde un día se encontró con Paul Auster. Sobre la vida en general, el cine, el fútbol y la literatura, en particular. Pero también sobre las resacas, los bocadillos de nocilla y chorizo, la puntualidad, las ferreterías, el insomnio o el proceso de escritura.

Cualquier excusa es buena, en realidad, para escribir sobre algo. Por ejemplo, una grieta en la pared, un cajón cerrado o un post-it amarillo. A Tallón se le dan especialmente bien los regates que derivan en la literatura, a cualquier altura del campo, y que siempre terminan en gol. Mentiría si no dijera que admiro, hasta la mala envidia de hecho, su capacidad de recordar y utilizar citas, referencias y anécdotas en cualquier momento y justo en ese lugar donde todo encaja perfectamente, como las comas o los signos de puntuación cuando están bien empleados.

De hecho, cualquier excusa es válida, también, para leer Mientras haya bares. Su novela funciona como cualquier antro a cualquier hora del día. No decepciona. Más bien al contrario. Uno sabe cuándo llega, pero nunca cuándo se marchará. Lo que sucede es que entre sus páginas también te encuentras a Thomas Pynchon, Cortázar, Faulkner, Hemingway o Cheever, entre otros. Y por supuesto a Onetti. Pero también a Audrey Hepburn o Dean Martin. Incluso a Yosi, el cantante de Los Suaves, con zapatillas de andar por casa. Y así sí que sí, es imposible querer marcharse.

Recomendado para cualquier amante de la literatura y de los bares en general, sus textos tienen la misma moraleja que algunas noches, o que algunos despertares. Igual de amenos, divertidos y profundamente reveladores. Hasta que el tiempo, como sus columnas, pasa y uno se encuentra de golpe con la hora de cierre. La diferencia aquí, es que no hay baladas lentas ni luces que lo anuncien. Solo la última página que trata curiosamente sobre el valor de ciertas deudas. Y es que, hablando de cuentas pendientes, tal vez ya sea hora de que de una vez por todas me haga con alguna de sus otras novelas. Entre tanto, no sé vosotros, pero yo me bajo al bar.

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