Nuestra señora de París 1

Nuestra señora de París 1, de Víctor Hugo

Ilustrado por Benjamin Lacombe

nuestra señora de parísSer un clásico asusta. Reseñarlo, todavía más. Uno nunca se encuentra con la suficiente capacidad para describir con precisión lo que alguno de los clásicos más conocidos de la literatura han supuesto para él en algún momento. Es así. Parece como si estas lecturas nos llamaran desde lejos, instándonos a leerlas, pero cuando tenemos que ponernos a escribir sobre ellas, el miedo atenaza los dedos y ríanse ustedes de las películas de terror. “Nuestra señora de París” ha conseguido que yo, que siempre me he jactado de escribir sin mucho esfuerzo, me haya visto envuelto en un halo de dificultad porque, ¿qué os cuento? ¿su argumento? ¿sus implicaciones referentes al contexto de cuando se escribió? ¿os hablo del autor, o mejor lo omito porque es muy conocido? Preguntas y más preguntas. Al final, tras muchas rumiaciones, decidí hacer lo que mejor se me da: escribir sentimientos. Aquellas emociones que variaron al leerlo y que se movieron con tanta rapidez en mi interior, que casi sería un delito no mostraros la evidencia de que este libro, repito, este libro, no es sólo un libro más, sino todo lo contrario: es la obra maestra puesta en imágenes que llevaba esperando desde que me aficioné a la lectura y, por extensión, a la literatura en general.

Tres personajes que son leyenda: Esmeralda, Frollo y Quasimodo, creando una historia que se recordará por los siglos de los siglos, y rodeados de catedral que sólo al leer su nombre ya despierta alguna reacción en nuestro interior: Notre Dame de París.

 

Víctor Hugo es uno de esos autores de los que todo el mundo habla, pero del que yo todavía no había leído nada. Su gran obra Los miserables es una asignatura pendiente para mí y, tras hace poco haber realizado un viaje a París, tras subir las escaleras que llevaban a las grandes vistas rodeadas de gárgolas que se ven desde lo más elevado de la catedral por excelencia parisina, intuí que a mi vuelta, de alguna manera, Nuestra señora de París tenía que ser mía de alguna manera. Y sólo se me ocurre decir que no podía haber elegido una forma mejor de inmiscuirme en una de esas historias que se pegan a la piel, ya que si juntamos una obra de la arquitectura con una historia épica, pero a su vez la unimos a las manos prodigiosas de un ilustrador como Benjamin Lacombe del que me declaro enamorado hasta la extenuación, la experiencia vivida sólo puede llamarse de éxtasis puro y duro, con un matiz de admirador desquiciado que aún hoy me sigue sorprendiendo. Fue entonces cuando, una vez en mi poder, intuí que lo que iba a encontrar iba a ser una de esas grandes historias que reclaman nuestra atención desde hace bastante tiempo, y que cuando se convierten en realidad, nuestro cuerpo tiembla de la emoción ante lo que está por venir, ante lo que siempre nos han contado, pero que por fin descubrimos por nosotros mismos, ante ya no estar más fuera del círculo sino haber entrado de lleno en él. No hay salvación posible, porque un tesoro como este libro sólo puede llevarnos a perdernos en él una y otra vez.

Una de las primeras cosas que hace todo el mundo al subir las escaleras que llevan a lo alto de Notre Dame es imaginarse a Quasimodo observando nuestros pasos en la oscuridad. Se trata de un pequeño sueño del niño que todos llevamos dentro, pero es inevitable. Pero después, cuando uno está en lo alto, se olvida de todo y sólo puede pensar en la construcción tan monstruosa sobre la que se sostienen sus pies y se imagina viviendo en la época en la que  Nuestra señora de París fue creada. Y observamos el drama, observamos las partes del Romanticismo francés, observamos un final que no gustará a los más románticos, observamos la decadencia, las gárgolas que son emisarios de desgracias y vigilantes nocturnos de un mundo que se mueve a toda máquina. Víctor Hugo creó esta historia tras los pasos de un amor roto, pero hasta las más tristes historias de amor guardan en su interior algo bello. Y así es como traspasar nuestros ojos por el papel de esta obra, de esta edición de Edelvives es vivir una experiencia mágica, cercana a la observación de una obra de arte en todo su conjunto, en la que perderse y relamerse las heridas de nuestras propias batallas, mientras las letras siguen su curso, mientras comprendemos la naturaleza del ser humano, mientras nos miramos como si fuera el libro un espejo, y después nuestro cuerpo se estremece como influido por el frío que trae el viento desde lo alto del campanario de una de las catedrales más inmensas de todos los tiempos. Notre Dame de París.

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