¡Ponte, mesita!

¡Ponte, mesita!, de Anne Serre

ponte mesita¿Cómo se mide la intensidad de un texto? ¿Por su extensión, por las palabras utilizadas, por la historia que encierra? Se dice que en la literatura, como en la vida, todo aquello que leas puede presionar un botón determinado y trastocar aquello que habías creído conocer hasta ese mismo momento. Es la sorpresa de encontrar un relato que te haga subir y bajar en tan sólo media hora, en tan solo un minuto, y que contenga ese dardo envenenado que te hará reflexionar durante largo tiempo. No soy amigo de disfrazar las palabras, me parecen mucho más interesantes cuando no hay demasiados adornos a su alrededor, por eso hoy me encuentro con una mezcla de turbación y satisfacción por lo leído, por lo saboreado, por lo digerido y lo no digerido, que de todo hay, porque ¡Ponte, mesita!, cual fábula sacada de una mente perversa se instala en el cuerpo y no suelta ni siquiera los poros que recubre cada centímetro de mi piel. Una absorción, como la de las abejas, que succiona hasta el fondo y convierte al lector en un espectador de una verdad, de una vida, de una familia que, sólo el tiempo de descanso lo dirá, convierte a la lectura en un espectáculo de dimensiones épicas, pantagruélicas, viciosas y llenas de la carnosidad que un cuerpo puede hacernos suscitar.

Conoceremos la voz de una mujer que en su infancia se vio sumida en una espiral de cuerpos que succionar, que saborear, que disfrutar, para después ser testigos de su huida, de su reencuentro personal y de cómo la vida puede hacernos seguir aunque nosotros nos empeñemos en mirar atrás, una y otra vez.

Sorpresa, estupor, conmoción. Traduzcan todos estos conceptos a la lectura de ¡Ponte, mesita!, y será entonces cuando puedan acercarse, y sólo mínimamente, a aquello que se nos cuenta de la mano de una autora, Anne Serre, que dispara a nuestras cabezas y lo hace de una forma certera, dando en el mismísimo centro de nuestro cerebro y convirtiendo nuestras sinapsis en meros productos licuados que poco tienen que ver con nuestra inteligencia. Un bloqueo, una mirada asombrada a la vida que encierra este libro, esta pequeña y directa lectura, que en sus sesenta y nueve páginas convierte una novela en todo un alarde del buen hacer. Un viaje por la infancia, por una mesa (la del título) que se convierte en el estanque donde todos los líquidos fluyen, se contaminan, igual que lo hacen los cuerpos cuando se tocan y se acarician, cuando se aspiran sus deseos y sus miedos, cuando lo que se conoce no es libertad sino mera amputación. Y después, la vida adulta, el crecer mientras corremos intentando distanciarnos de aquello que vivimos, sin ni siquiera saberlo, sin ser conscientes de la verdad, de lo que nos motiva, intentando encontrar en otras calles, en otros viajes, lo que perdimos en nuestro propio hogar. Una vida, dos muertes, tres desconocidos y cuatro almas que se entrelazan entre besos y caricias que poco tienen que ver con el amor y mucho con algo bien distinto.

Disfruto de las lecturas. Disfruto cuando me hacen sentir un escalofrío que recorra mi espalda llegándome a helar parte de la sangre. Y el dolor, práctico a veces, sublime en ocasiones, nos define en ¡Ponte, mesita!, como seres en una verdad inmutable que no es otra que la vida puede ser un pozo sin fondo, un estanque negro en el que perder la consciencia, la vida, incluso dejarnos llevar por la muerte, por nuestros instintos, mezclándose el Eros y el Tanatos, convirtiendo el deseo en la provocación más absoluta. Anne Serre consigue trasladar al papel el roce de los cuerpos, el sudor del sexo que nadie entiende, una realidad distinta y puede que irreverente, pero también describe a la perfección, con pocas palabras, cómo crecer está reñido con ser feliz, con la satisfacción de creer que estaremos a salvo a pesar de haber dejado todo atrás (aunque sea mentira y en realidad la espada de Damocles nos haga retroceder una y otra vez). Es esta, pues, una lectura desde las entrañas, fuerte, poderosa, sexual y también racional, que hace que fluya la sangre, que se congele, que siga su curso de una forma diferente, porque es bien cierto que después de una lectura ya nadie puede volver a ser el mismo. No regalo palabras, sólo las transmito. Y aquí estoy, tras esta lectura, intentando controlar la emoción que quiere desbordarse. Porque cuando algo hunde su filo en un cuerpo, es muy difícil que esa herida cicatrice y sea olvidada. Y ese poder, ahora mismo, lo tienen libros como este.

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