Siete cuentos japoneses

Siete cuentos japoneses, de Junichiro Tanizaki

Siete cuentos japonesesEn la contraportada de este libro se dice, citando a Edward Seidensticker, que “Tanizaki es a las mujeres japonesas lo que Nabokov a las mariposas”, comentario que me sorprendió porque si bien es cierto que Vladimir Nabokov era un reputado o lepidopterólogo, lo que cabe imaginar que haría con ellas, como es costumbre, debía ser básicamente capturarlas y clavarlas con alfileres en el soporte en el que mantuviera su colección de breves bellezas muertas, como dice la canción. Y me pareció una cita no del todo afortunada para promocionar el libro porque a las mentes mínimamente inquietas bien podía evocarles más una suerte de sadismo que un conocimiento profundo del alma femenina.
Inconvenientes de comenzar a saborear los libros antes de abrirlos, porque de no haber ocupado la mente en divagaciones semejantes probablemente el impacto del primer y magnífico cuento, titulado el tatuador y en el que el profesional en cuestión goza con el sufrimiento que causaba con su diestro uso de las agujas, no habría sido tan grande y me habría permitido disfrutar más de los siguientes cuentos en lugar de abocarme a pelearme con el noqueo que me produjo ese impactante relato.


Cuando un hombre había sido punzado quinientas o seiscientas veces, en el transcurso de un tratamiento diario normal, y había sido sumergido en un baño caliente para hacer brotar los colores, se desplomaba medio muerto a los pies de Seikichi. Pero Seikichi bajaba su mirada hacia él, fríamente. «Parece que duele», observaba con aire satisfecho.
Siempre que un individuo endeble aullaba de dolor o apretaba los dientes o torcía la boca como si estuviese muriéndose, Seikichi le decía: «No sea usted niño. Conténgase usted: ¡no ha hecho más que empezar a sentir mis agujas!». Y continuaba tatuándole, tan imperturbable como siempre, mirando de vez en cuando, de reojo, el rostro bañado en lágrimas del cliente.

Es impactante desde un punto de vista visual, uno tiene una imagen preconcebida de la literatura japonesa y espera una cierta placidez, una serenidad narrativa que sí encuentra en los cuentos largos de este volumen que están plagados de giros argumentales inesperados que gracias al fluido ritmo natural de la narración parecen rectos, pero no es el caso de este relato en el que la poderosa imagen de la joven tatuada con la obra maestra de Seikichi, el tatuador, y el proceso por el que la transforma en obra de arte es de una hermosura inquietante difícil de olvidar.El sol de la mañana brillaba sobre el río, enjoyando el estudio de ocho alfombras con su ardiente luz. Los rayos reflejados por el agua dibujaban temblorosas hojas doradas sobre las mamparas corredizas de papel y sobre el rostro de la muchacha, que estaba profundamente dormida. Seikichi había cerrado las puertas y sacado sus instrumentos de tatuaje, pero durante un rato se limitó a sentarse, arrobado, saboreando hasta la saciedad su misteriosa belleza. Pensaba que jamás se cansaría de contemplar su sereno rostro semejante a una máscara. Precisamente como los antiguos egipcios habían embellecido sus magníficos campos con pirámides y esfinges, él iba a embellecer la impoluta piel de la muchacha.

Si esta primera historia lo es de amor a la belleza, hay otras como El cuento de un hombre ciego, que lo es de amor y guerra, o Retrato de Shunkin, hermosa historia de amor y ceguera, de amor y dominación, de amor y abnegación, de amor y música, o, para acabar con el libro, El puente de los sueños, que lo es de amor y confusión, de amor e incesto, de amor y habladurías. Porque los personajes de Tanizaki se mueven en el filo de la navaja de lo moralmente ortodoxo, pero lo hacen dentro de una narración tan sutil y fluida que sus actos, por más que no parezcan inspirados por la navaja de Ockham, aparecen ante los sorprendidos ojos lectores como naturales e incluso lógicos, por más que no los esperara. La relación entre los protagonistas de Historia de Shunkin es tan hermosa como desasosegante y la escena en la que Sasuke acomete el acto culminante de su vida de abnegación provocando su propia ceguera con una aguja ante el espejo para que su amada, también ciega, tenga la seguridad de que nunca la verá desfigurada como ha quedado tras una agresión y por tanto permanecerá siempre bella en sus ojos ahora sin más luz que esa belleza que ya sólo vive en ellos, es tan estremecedora como terriblemente bella.
Son unos relatos hermosos, interesantes, diferentes, que tras su aparente serenidad formal esconden numerosos interrogantes que multiplican su interés. No es, parafraseando un poema del último relato, tan límpido que la luna busca morada en él, pero es tan hermoso e inquietante que la vida habita en sus páginas y es una vida que siendo tan diferente en apariencia a la que aceptamos como habitual en occidente, es en realidad muy similar en cuanto a los dilemas morales, las debilidades y las fortalezas de los personajes.

Hoy, cuando el tordo de verano
vino a cantar al Nido de la Garza
crucé yo el puente de los sueños

Andrés Barrero
andresbarrero@vodafone.es

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