Sylvia, de Celso Castro

SylviaMe gusta Celso Castro porque escribe pequeño, en minúscula, sobre asuntos tan grandes como el amor, que es una búsqueda, es pregunta y es respuesta, o lo contrario al amor, que a veces no sé muy bien si es el odio o el desamor, o un estado intermedio, o ninguna de las dos cosas. Lo contrario al amor es perderse. Al otro y a uno mismo. Pero también es el dolor, como ese cuchillo de obsidiana del que habla Sylvia. Un dolor pequeño y localizado, como sus textos, que se siente tan infinito que a veces lo ocupa todo.

El problema del protagonista de su última novela publicada por Destino es que, en su caso, el dolor, la tristeza, es algo que parece crónico. Marcado por una experiencia traumática en su infancia –en esto presenta similitudes con su obra anterior, Entre culebras y extraños–, y un afecto maternal casi tan intenso como el que le mueve a él a buscar a la amada a pesar del rechazo, Sylvia es una historia de amor no correspondido o, a veces también, mal correspondido, sobre un joven con una sensibilidad especial que se enamora de una mujer que, a su vez, está enamorada de otro. Su amor, como su dolor antes, durante y después, es un amor adolescente, casi enfermizo, que se arrastra por sus párrafos e implora de rodillas, tan grande que solo es posible escribir de él como lo hace Castro.

Así, en minúscula, con un estilo muy personal y particular, el monólogo interior de su protagonista en primera persona fluye poéticamente sin puntos al final del párrafo que pongan fin a ese sentimiento que no hace otra cosa que crecer en todas las direcciones. O abrirse paso entre sus páginas. Allí, el autor gallego consigue dar textura a la tristeza y al dolor, que más bien es depresión, algo que, diría, a veces va más allá de la propia Sylvia y se enrosca con la ausencia del amor paterno, tampoco correspondido.

Su lectura es un placer que a veces duele y casi siempre gusta. Íntima, personal y lírica. Celso Castro construye la voz atormentada de un joven, casi adolescente, que se deja llevar, casi arrollar, por sus excesos emocionales. Y eso que su texto logra contener en pocas palabras tanto y tanto dolor hasta que, de algún modo, este se desborda fuera del mismo. En ello tiene que ver la facilidad con la que escribe su autor. Sin ruido alrededor que enturbie el sentimiento.

Bien es cierto -y esto ya es una cuestión más de entrañas- que no parece llegar siempre con la misma intensidad.  O al menos a mí, su final no me ha movido del todo, ya sabéis, como mueven esas lecturas que te pellizcan desde dentro. Como si aún esperara leer algo más sobre el amor, el desamor, la angustia o el sobreseimiento de todo lo anterior. O me supiera a poco. Tal vez tenga que ver con su breve extensión, que no llega a las 120 páginas. O a mis ganas eternas de más. O quizás porque aún no haya comprendido del todo que para hablar de las cosas grandes de la vida, hay que hacerlo precisamente así, en pequeño. Como lo hacen los poetas.

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