Un viaje nada sentimental

Un viaje nada sentimental, de Albert Drach

un viaje nada sentimentalEste viaje comienza en un tren de deportados que se dirige a un campo de internamiento. Estamos en la Francia de Vichy, y los judíos que habían huido de Austria, Alemania y otros lugares pensando que allí estarían protegidos se han dado de bruces con la realidad. La colaboración de las autoridades francesas con la Alemania nazi se ha traducido en una cada vez más insoportable presión sobre la población judía, que se ve obligada a refugiarse o a hacer malabarismos con documentos y certificados que demuestren que no tienen sangre judía.

 Nuestro protagonista despierta en un vagón de esos trenes, y no sabe cómo ha llegado allí. Su nombre es Peter Kuckuck, y muchos lo llamarán Coucou, es decir, “cuco”, ese pájaro que deja su huevo en el nido de otras aves para que lo críen. Y éste no es un dato irrelevante.

 En los campos de internamiento de Rivesaltes o Les Milles las autoridades francesas ayudaban a la Gestapo a decidir quiénes merecían ser transportados a campos de exterminio en vagones de ganado, que eran la mayoría, y quiénes tenían la suerte de seguir arañando unos meses más de vida hasta que el próximo oficial nazi los volviera a arrestar por su aspecto sospechosamente semita. Peter Kuckuck será uno de esos elegidos, pero de poco le servirá, puesto que nuestro protagonista está muerto en vida.

 Un viaje nada sentimental no es un libro de fácil lectura. Ello no se debe a la crudeza de la historia, pues Drach nos ahorra los detalles más escabrosos. Su dificultad deriva más bien de su carácter de crónica y de su lenguaje frío y objetivo, que al lector le cuesta  relacionar con los terribles hechos que se narran. Así, en una historia tan trágica como la que se nos cuenta apenas hay lugar para sentimientos como la rabia, la ira o el deseo de venganza. No obstante, como el animal moribundo que aún da sus últimos coletazos, Kuckuck es áun capaz de sentir explosiones de odio:

Yo creo en la supremacía de la medianía. El eslogan de la raza superior fue inventado por un tipo ridículo, oriundo del país en el que también yo tengo la mala suerte de haber nacido. Un castrado llamado “hombre”, que ni él mismo sabe de qué moco procede su raza y sólo conoce el origen del cepillo que le hace de bigote y que copió de un célebre payaso judío.

Tales explosiones, no obstante, son la excepción, y el libro, como ya he dicho, se caracteriza por una escritura objetiva, distante, como si se tratara de un informe policial. En este sentido, la obra tiene muchos puntos en común con el clásico de Albert Camus El extranjero, publicada apenas cinco años antes. En ambas historias tenemos un narrador que ha perdido el pálpito de la vida, y, de manera más significativa, ambos acaban de perder también a su madre. Sin embargo, entre uno y otro hay una gran diferencia: a diferencia de Meursault, cuyo gran crimen es la indiferencia, nuestro protagonista se acusa de haber asesinado a su madre, a quien no sólo abandonó a su suerte en Viena, sino que además volvió a matar al hacerse pasar por hijo de otra mujer. Lo mismo que hace el cuco.

No vi morir a mi madre. Solamente la asesiné. La dejé con los canallas y las bandas de Hitler en aquel país que ni siquiera era mi patria. (…) ¿Qué importaba ahora una falsificación?

Desde el momento en que es liberado, Kuckuck va dando bandazos, intentando sobrevivir, reprochándose su suerte, lamentando el terrible final de sus compañeros en Rivesaltes, mendigando permisos de residencia, pidiendo dinero y sobreviviendo a base de vender algunos valiosos sellos de su colección. No se le permite quedarse en París, y en la comisaría, una chica con los ojos vendados pone el dedo en el mapa, y decide así el destino inmediato de Kuckuck. Muerto en vida, el alma del protagonista alberga todavía algunos vestigios de vida, los suficientes para seguir dejándose guiar por el instinto de supervivencia en un mundo que paga a 4.000 francos la cabeza de judío.

Cae el Duce, los aliados desembarcan en Normandía. Los acontecimientos históricos se suceden y al protagonista le llegan ecos, rumores, y grandes noticias que de poco le pueden servir:

El suceso no acaba de regocijarme. Se ha producido demasiado tarde, ha pasado demasiado tiempo; he muerto, ya sólo pueden salvar mi cadáver.

Antes al contrario, lo que debería ser causa de alegría ahora sólo puede despertar el desprecio de Kuckuck, al constatar que el ser humano siempre puede hundirse todavía más en su propia indignidad. Así, con la derrota de los nazis:

…ahora los fugitivos han vuelto y han salido todos de sus escondites. (…) La gente de Vichy trata de exculparse mediante buenos negocios con los aliados. Los más cobardes de entre los tibios se volvieron de repente miembros de la resistencia y dispararon contra los alemanes cuando éstos ya se habían marchado o se disponían a evacuar el país.

Un viaje nada sentimental tiene un marcado componente autobiográfico. De hecho, las tribulaciones de Peter Kuckuck en la Viena nazi y la Francia de Vichy son calcadas a las que le tocó vivir al autor, desde el abandono de su madre en Viena hasta el internamiento en Les Milles y Rivesaltes, pasando por las vejaciones a que fue sometido en su propia ciudad.

Los nazis, después de haber concluido con éxito el asedio de mi casa, me arrastraron hasta una tienda judía sobre cuyo letrero debía escribir que solo los cerdos compraban allí.

Una autobiografía escrita por un cadáver puede parecer una grotesca contradicción. Sin embargo, sabemos por muchos de quienes padecieron el horror del holocausto que el sentimiento de culpa por haber sobrevivido les acompañó hasta el resto de sus días y, en muchos casos, precipitó ese final. Como judío, Kuckuck muere con el exterminio de su pueblo, pero aún así sabe aguantar hasta cumplir con su último deber: contárnoslo.

1 comentario en «Un viaje nada sentimental»

  1. He terminado de leer “Un viaje sentimental” a las cuatro y media de la madrugada: ventajas de los jubilados que duermen poco. Como aficionado que soy a la literatura centroeuropea del siglo XX, me siento orgulloso de añadir a mi lista de amiguetes (Mann, Schnitzler, Zweig, Koestler, Remarque, Kafka, Frich, Walser, Böll, Feuchtwanger, Hesse, Joseph Roth, Dürrenmat y otros) el nombre de Albert Drach, a quien he podido al fin acceder gracias a la editorial “Minúscula”. Una de las sorpresas de este libro ha sido encontrar como personaje fugaz al propio Lion Feuchtwanger, prófugo de los nazis alemanes y de los colaboracionistas del gobierno de Vichy. La mayoría de estos autores fueron judíos y el conjunto de sus obras son un testimonio de las atrocidades que los hombres aprendieron a programar y ejecutar en la todavía llamada “democrática” Europa. Lloremos por las víctimas. Pero, por favor, lloremos también y actuemos ya en defensa de los palestinos que sufren a diario el genocidio maquiavélico del estado de Israel.

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