Como un guante de seda forjado en hierro

Como un guante de seda forjado en hierro, de Daniel Clowes

Como un guante de seda forjado en hierroCuando alguien me dice que la noche anterior tuvo un sueño rarísimo, me pongo a temblar, resoplar, gruñir, mirar la hora, poner los ojos en blanco, guardar silencio, apretar los puños… Fffffff. Y ahora me lo vas a contar, supongo, ¿no? Pues mira, déjame que te cuente yo antes el mío. Yo anoche tuve un sueño la mar de normal. Soñé que un pelma quería contarme un sueño rarísimo, pero no pudo, porque le metí el puño en la boca y se lo dejé ahí hasta que salió el sol.

No son pocos los que piensan que en literatura debería estar prohibido relatar un sueño. Muy pobre de recursos, arguyen, debe de andar el escritor si para desarrollar algún aspecto de un personaje necesita usar de un recurso tan facilón como un sueño. Personalmente, no puedo negarles parte de razón, pero mi problema con los sueños en literatura es de otro tipo, a saber, los sueños, y sobre todo, esos tan raros, no se pueden trasladar al lenguaje verbal. Y si alguna vez lo habéis intentado, admitiréis vuestro fracaso.

¿Cómo? ¿Que Kafka, Lovecraft y otros consiguieron describir monstruosas pesadillas? Lo siento, pero esos ejemplos no me sirven. En primer lugar, lo pesadillesco de las pesadillas kafkianas radica precisamente en su verosimilitud. Todos podemos, el día menos pensado, convertirnos en el señor K. Y en cuanto a Lovecraft, sus historias reflejan más bien el concepto de lo que sería una pesadilla si se pudiera expresar con palabras. Pero reproducir el verdadero terror, retratar el imperio del absurdo convertido en lógica cartesiana sólo está al alcance de las artes visuales.

Como un guante de seda forjado en hierro ha sido comparado a una película de David Lynch, comparación que a mi juicio es muy acertada. Cualquiera que haya visto Cabeza borradora, Blue velvet, Mulholland Drive o la histórica serie de televisión Twin Peaks recordará lo desesperante que puede ser intentar buscar un significado claro de esas obras, intentar “entenderlas”. En ellas, personajes e historia no estaban creadas para ser interpretadas con parámetros racionales, y la sensación que nos quedaba siempre era su inconfundible e inquietante ambiente onírico.

Esta novela gráfica de Daniel Clowes, que originalmente fue publicada por entregas a lo largo de cuatro años, se resiste también, ¡y de qué manera! a ser “entendida”. El lector que decida adentrarse en ella debe ser, pues, consciente de los riesgos que asume: en primer lugar, lo que va a experimentar, que no leer, es una pesadilla en toda regla, y por mucho que pase las páginas adelante y atrás en busca de claves, lo más probable es que acabe sin entender ni papa. Y en segundo lugar, Como un guante de seda forjado en hierro es un libro gozosamente perturbador, desagradable y, en ocasiones, francamente horripilante.

La historia tiene un comienzo relativamente convencional. El protagonista, Clay Loudermilk, se encuentra en una especie de cine porno, entre todo ese tipo de gente que va a los cines porno, allá donde todavía existan. Tras la primera película, da comienzo otra titulada precisamente Como un guante de seda… Por motivos que iremos descubriendo a lo largo de la novela, Clay decide investigar sobre el origen de dicha película, y tras hacer cola en el lavabo del cine, un gurú sentado en la taza del wáter le pone sobre la pista. Hasta aquí, todo muy bizarro, si bien dentro de lo “realista”. Poco después, sin embargo, nos encontramos con su amigo, al que los médicos, tras haberle sacado los ojos, le han introducido unos crustáceos asiáticos en las cuencas para que vayan devorando las bacterias que le afectaban la visión. Y tengo que deciros que las juguetonas colas de esos crustáceos que le asoman no son, ni de lejos, las imágenes más espeluznantes de la historia.

El dolor físico, la tortura como juego, la soledad absoluta, la oscuridad, la monstruosidad, los orificios de entrada a nuestro cuerpo o el lovecraftiano mito de Cthulhu son algunos de los temas que uno cree entrever en estas páginas. Al final, el lector de esta obra tiene la sensación de que Clowes le ha abierto el cerebro y, con un cuchillo sucio y oxidado, se ha puesto a hurgar entre los lóbulos en busca de la zona de nuestros terrores. Pues bien, os advierto de que la encuentra.

 

 

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