El niño que comía lana, de Cristina Sánchez-Andrade

El niño que comía lanaCuando un libro me gusta tanto como El niño que comía lana, de Cristina Sánchez-Andrade, me cuesta más reseñarlo porque siento que nada de lo que diga estará a la altura de lo que me ha hecho sentir.

Como por algún lado tengo que empezar, lo haré dejando claro que El niño que comía lana no es una lectura agradable. En esta colección de quince relatos, Cristina Sánchez-Andrade nos enfrenta a escenas truculentas, donde la miseria y la soledad de los personajes los llevan a hacer cosas que, con solo recordarlas, me revuelven las tripas: comer lana, amamantar a un perro, robarles los dientes a los muertos para hacer dentaduras y venderlas… La autora nos traslada a ese extremo de la vida en el que el miedo a morir se sustituye por el miedo a no morir, y el estremecimiento es irremediable. Lo sorprendente es que, a pesar de esa sordidez, es un libro hermoso. Cristina Sánchez-Andrade sabe qué detalle describir para que se quede fijo en nuestra memoria, qué palabras enlazar para que cada frase se convierta en poesía. Cuando dicen que es una de las personas que mejor escriben en España, no están hablando por hablar.

El niño que comía lana es el título del segundo relato que aparece en este libro. A esas alturas, todavía nos parece que son relatos independientes, cuyo único nexo es retratar la Galicia profunda, durante la época de la guerra y la posguerra, principalmente. El desfile de personajes es el típico (el huérfano, el tonto del pueblo, la puta, el marqués, la lisiada…), con la diferencia de que Cristina Sánchez-Andrade los convierte en personas de carne y hueso. Su prosa destila tanta verdad que pronto quedamos atrapados en ese micromundo, al que no le hace falta nombre para resultarnos vívido. Y, de repente, algunos personajes se cuelan en otros relatos y las historias se entrelazan. Los reconocemos enseguida, por muchos años que hayan pasado en sus vidas. A la mayoría los conocimos siendo niños o jóvenes, y nos los reencontramos en plena vejez, cuando la muerte los ronda. Junto a ellos recordamos aquel primer episodio, que adquiere una nueva dimensión en esa recta final. No faltan los momentos de humor negro, que nos provocan esa risa culpable.

Cristina Sánchez-Andrade lleva a la práctica esa teoría sabida por todos los escritores, pero que tan difícil es de ejecutar: escribe con los cinco sentidos. Logra que arruguemos la nariz con el olor a enfermedad y muerte, que oigamos el crujido de los goznes de los huesos cuando aprieta el hambre, que apartemos la mirada ante más de un episodio de maltrato animal y hasta que sintamos la aspereza de los trocitos de manta descendiendo por nuestra garganta.

No es una lectura agradable, insisto, pero pocas lecturas me han hecho sentir tanto y tan de golpe. Cristina Sánchez-Andrade ha sido capaz de revolverme las tripas y pellizcarme el corazón, a veces en un mismo relato, a veces en un solo párrafo. Por eso, acabo de conocerla y ya la encumbro a los altares de mis escritoras predilectas. Porque yo quiero leer más libros como El niño que comía lana, porque yo quiero escribir como Cristina Sánchez-Andrade.

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