La sombra de la cucaracha: En la casa hay fantasmas

Reseña del cómic “La sombra de la cucaracha: En la casa hay fantasmas”, de Gato Fernández

La sombra de la cucaracha

Hay historias que no son fáciles de contar. El otro día, mientras hurgaba entre las baldas buscando lectura como una sabuesa, me sorprendió encontrar este cómic en la sección infantil. En un principio pensé que sería un libro para iniciar a los niños en el género de terror. ¡Nada mal! Un título como La sombra de la cucaracha: En la casa hay fantasmas tenía pinta de recomendarse en Halloween. Pero me equivoqué. Aunque solo en parte, porque el horror que se muestra en las páginas puede vivirse cualquier día del año. Y es mucho más siniestro porque es real: el abuso infantil. Me quedé de piedra y volví a pensar: «un libro sobre el abuso infantil en la sección infantil…». ¿De qué manera se podría enfocar? Tenía que averiguarlo.

Astiberri Ediciones aclara desde el principio que el título original es El golpe de la cucaracha, una expresión francesa «que significa padecer un episodio de depresión profunda». En la casa hay fantasmas sería el primer volumen de los cuatro previstos en los que la autora argentina Gato Fernández publica una ficción basada en su propia experiencia.

Su álter ego en la ficción se llama Lucía y tiene unos cinco años, pronto comenzará la escuela. Vive en una casa humilde con sus padres, su abuela paterna y su hermano mayor. En principio, una familia como otra cualquiera, hasta que surgen los matices: al padre lo llaman por su nombre de pila, nunca se le ve la cara y anda murmurando por las esquinas de la casa mientras «se lo llevan los demonios». La abuela se aferra a lo tradicional, adora a Dios y a su hijo, odia a su nuera —una psicoanalista que trabaja todo el día—, pero le importan sus nietos. Mientras que el hermano mayor báscula entre el pique bruto, aunque esperable, entre hermanos, y ser el escudo, barra salvavidas, de una hermana de la que en el fondo se siente responsable.

La imaginación de Lucía es sorprendente, capaz de maquillar una realidad de la que no es del todo consciente. Las fantasías son recurrentes y están llenas de simbología. Puede hacer crecer un bosque en su cuarto, donde se cubre con la armadura medieval y sale a cazar demonios con su hermano. Un hermano que, a pesar de ser «gamberrete», vale su peso en oro y ese peso se hace notar en la historia. Lucía también intenta atrapar los fantasmas de la casa en solitario y se oculta debajo de la mesa o tras el colchón. Pero a menudo la mente le juega malas pasadas. Resulta espeluznante leer cómo sus propios peluches, que para los niños representan la calidez y la seguridad, la insultan en un lenguaje muy directo y se convierten en personajes de un antro de mala muerte —con ratones antropomorfos desnudos haciendo de «gorilas»—, en el que ella ejerce como si de un burdel se tratara. La ficción se convierte en realidad cuando coincide a solas en casa con un padre desempleado y violento.

La autora consigue transmitir, con trazos sencillos y colores pardos, una infancia corrompida por los abusos que trata de mantenerse inocente a toda costa. Resulta inevitable sonreír con ternura cuando en su emoción descubre al dios del que le habla su abuela en el bidé. Pero son las mismas fantasías que la protegen, en su metáfora, las que llegan como una puñalada en el corazón. Aunque de forma puntual exista alguna imagen explícita, el filtro que Lucía le pone a la vida resulta más perturbador. El mismo que la impide relacionarse de forma natural en la escuela, con la psicóloga y con su propia madre. Una situación angustiosa que, poco a poco y a pesar de los esfuerzos, la va horadando por dentro, apagándola en el silencio. El suyo y el de quienes lo perciben y callan.

En la obra hay mucho silencio, mantenido de forma astuta para que las ilustraciones hablen por sí mismas. Es protagonista porque forma parte del problema y refleja muy bien esa quietud que antecede a lo inevitable. El querer estirar el tiempo para que el momento nunca llegue. Como contraste, este detalle agiliza la lectura.

Sin duda, el cómic es todo un hallazgo, pero me ha despertado un debate interno. Si al descubrirlo me quedé de piedra, al terminarlo puedo comprender la importancia de divulgar su contenido. ¿Pero se lo leería como cuento de antes de ir a dormir a una niña de cinco años? Si como adulta se me encoge el alma, ¿voy a mostrarle lo que no quiero que viva jamás? ¿Quizás afinando la edad? ¿Solo si sospechase que podría estar ocurriendo algo similar, para dar pie a una conversación? ¿Si lo silencio no contribuiré yo al problema? No tengo respuestas claras. No es fácil. Cada cual deberá opinar en su casa. Lo que sí está claro es que a pesar de lo duro del asunto, el cómic está muy bien traído tanto en la parte estructural como en la emocional, por lo que siempre será una buena opción si se decide abordar el tema con una lectura conjunta.

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