Los huerfanitos, de Santiago Lorenzo

Hay escritores que te sacan una sonrisa, otros hacen que en algún momento sueltes una risotada y luego está Santiago Lorenzo, con el que te meas en el metro mientras le lees. Sí, más de una vez me han mirado raro por reírme a carcajada limpia, sonora y desvergonzada leyendo este Los huerfanitos. Se le podría aplicar el apelativo de lectura de risoterapia, aunque eso sería reducirla a la sección de narrativa de humor o chistes. No, Santiago Lorenzo no hace literatura de humor sin más. Tiene verborrea para rato, tiene un fuerte sentido del humor y tiene también una visión súper empática de las condiciones humanas y sus miserias, acercándonos un drama maquillado con tintes humorísticos. De los personajes y situaciones que recrea nos reímos de todo cuanto hay de cómico en ellos. Por lo surrealista, paria o patético que tienen. Pero rápido advertimos que esa risotada nos llega, digamos, obstaculizada por un sentimiento de piedad, quizás. Hay en esas situaciones una carga de pena y de conmiseración con los personajes y esa carcajada desvergonzada se nos tuerce de un modo extraño; te ríes, sí, y mucho, pero deja algo en tu interior, algo reflexivo, que va más allá del humor. Esto es a lo que Luigi Pirandello llamaba «humorismo». Pues sea este, entonces, el apelativo que defina la narrativa de Santiago Lorenzo.

En Los huerfanitos se narra la historia de un gran teatro madrileño, el Pigalle, que tras años de éxito, y a la muerte de su propietario, Ausias Susmozas, está en plena bancarrota y con un puñado de deudas a sus espaldas, tantas como butacas hay en el patio y balcones. Los herederos de tal hipoteca bancaria son los hijos de Ausias, quienes, desde pequeños, fueron prácticamente abandonados por su padre, vividor y pendenciero que gozaba más de los vicios de la farándula que de la actividad y obligaciones paternas. Serán estos tres hermanos, huerfanitos ellos, quienes, detestando el mundo del teatro se vean obligados, bajo multas millonarias, embargos y/o penas de prisión —esas cosas de los matrimonios con los bancos— los que tengan que levantar de nuevo el Pigalle. ¿Cómo tres huerfanitos con sus vidas normales y sencillas, sus familias, sus ya delicadas penas para llegar a fin de mes, podrán hacerse cargo de tal empresa? Pues contratando a los personajes más surrealistas que encuentran para poder realizar un montaje teatral. No solo necesitan intérpretes, necesitan personal de tramoya y un director teatral y necesitan publicidad y asesores financieros y, en fin, todas esas cosas para llevar a buen puerto —en realidad, con que flote y se deje llevar, vale— un buque tan impresionante como un teatro.

El reflejo del mundo del espectáculo, entre bambalinas y ensayos, no se le hace extraño a Santiago Lorenzo quien ha escrito ya teatro y guiones para cine. De ahí su fluidez, su pulso vertiginoso en los parlamentos de cada personaje, muy bien reflejados en sus distintos registros, a cada cual, mejor. La propia voz narradora se podría definir como personaje más y, por su modo, uno de los más destacados. La comparación con Pirandello, pues, vuelve a estar presente en el gusto por lo teatral, tanto en creación de escenarios como en desarrollo y diálogos entre personajes. Las descripciones físicas, en detalle los aspectos feístas, casi grotescos, así como los complejos emocionales de cada uno de ellos, bien podrían estar sacados de algunos de los Seis personajes en busca de autor. Pero más, Santiago Lorenzo juega con eso tan español como es el de ponerle al mal tiempo buena cara a base de muchas dosis de humor, satírico, negro o como se le quiera definir, pero siempre sacando al lector esa risa desvergonzada y turbada por el doble sentido afilado con el que entra.

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