Reseña del libro “Nadar en la oscuridad”, de Tomasz Jedrowski
Empiezo esta reseña con lo ineludible y así me lo quito ya de en medio: Nadar en la oscuridad, de Tomasz Jedrowski, ha entrado ya en mi olimpo particular de las grandes novelas de amor LGTBI+, donde comparte podio con otras imprescindibles historias de amor entre hombres, como la más reciente Llámame por tu nombre, de André Aciman o la más clásica La biblioteca de la piscina, de Alan Hollinghurst. Ojo, que estas comparaciones no son mías, las he robado de la faja del libro. Un libro, por cierto, editado de manera exquisita por Dos Bigotes, la editorial especializada en temática LGTBI, feminismo y género que, poco a poco, publicación tras publicación, se está haciendo con un nombre en el sector, y no sólo en dicha temática.
Dicho lo cual, puedo respirar tranquilo y, sin más grandilocuencias, contaros por qué me ha gustado tanto Nadar en la Oscuridad y por qué pienso seguirle la pista a su autor, de nombre impronunciable para nosotros, los hispanoparlantes.
En primer lugar, por la finísima vena lírica que recorre todas y cada una de las páginas de la novela, sin llegar a caer nunca, ni de lejos, en el amaneramiento, la cursilería o la afectación. Estamos ante una historia de amor que, cuando tiene que ser sensible y tierna, lo es. Que, cuando tiene que ponerse erótica y sexual, te pone. Y, por supuesto, estamos ante una historia de amor que, cuando tiene que volverse dura, asfixiante y opresiva, también se vuelve. Y mucho. Una historia cargada de palabras que son como chispas que provocan incendios.
Estamos en la Polonia de principios de los ochenta. Falta casi una década para la caída del muro, pero el sindicato de raíces cristianas Solidarnośc, recién fundado, lucha en las calles cada vez con más fuerza y repercusión contra el partido en el gobierno, el Partido Obrero Unificado Polaco, y contra el régimen comunista. Un régimen casi al borde del colapso. En este contexto de racionamientos, falta de alimentos y medicamentos básicos, inflación galopante y malestar generalizado, están los unos, la mayoría, el pueblo, y están los otros, las élites gubernamentales, las poderosas minorías que no se privan de nada. Ludwik, un estudiante universitario, pertenece al primer grupo. Janusz también, pero aspira a pertenecer al segundo. Ambos se conocen en un campamento de verano (de asistencia por supuesto obligatoria), donde deben partirse la espalda de sol a sol recogiendo remolacha. Su primer nexo de unión será ¡cómo no! un libro prohibido por el régimen, un libro que, teóricamente, no existe, no se ha publicado. Un libro ilegal, si se me permite el oxímoron. Se trata de “La habitación de Giovanni”, el clásico de la literatura gay de 1956, de James Baldwin . A partir de ahí nacerá un amor y una pasión a todas luces imposible en un país al mismo tiempo católico y comunista, si se me permite la redundancia.
Decía antes que lo primero que me ha enganchado de la novela (más allá de lo que siempre ha enganchado una novela sobre amores imposibles a lo largo de la historia de la Literatura, desde Romeo y Julieta, a Del Amor y otros Demonios, pasando por La Celestina, Cyrano de Bergerac, Werther, Lolita, Lo que el Viento se Llevó, y un larguísimo etcétera. Allí donde haya un buen obstáculo para una relación amorosa, siempre habrá alguien dispuesto a novelarla. ¡Cómo nos gusta sufrir!) ha sido su tono lírico, el cual contrasta enormemente con la realidad gris y precaria en la que vive nuestro protagonista que, para mayor intensidad narrativa, escribe en primera persona desde una distancia temporal y física que le permite dolerse de un modo sosegado y madurado. Pero sin dejar de dolerse.
En segundo lugar, el segundo gancho, es la contextualización histórica. Ese período de derrumbamiento del régimen está tan bien descrito, tan bien matizado con pequeños detalles (desde el campamento agrícola de verano que he citado, hasta los bloques residenciales de la Varsovia soviética, pasando por las oficinas reino de los burócratas o las desesperantes colas ante los comercios desabastecidos), que consiguen transmitirte esa sensación de angustia tan reconocible en cientos de obras leídas o vistas en el cine con aquella época como trasfondo. Sí me ha llamado la atención, no obstante, que el grupo de jóvenes universitarios que rodea a la pareja de protagonistas tenga cierta facilidad para hacerse con libros prohibidos como el citado de Baldwin, o vinilos occidentales como los de Blondie, Donna Summer o la Velvet. Un detalle no menor, pues gracias a él te explicas que las ganas de derribar fronteras en aquellos personajes que, como el protagonista, se plantean la posibilidad de otros mundos, sean mucho más intensas.
En cuanto a la estructura, en Nadar en la Oscuridad hay dos partes bien diferenciadas. Una primera, con el encuentro de los dos jóvenes en el campamento, el surgimiento del amor y su excursión a un lago aislado donde disfrutarán “nadando en la oscuridad” y darán rienda suelta a su pasión (de un erotismo muy muy muy medido, sin renunciar a la excitación); y una segunda parte, ya de vuelta en Varsovia, donde ambos descubrirán lo difícil que es amarse cuando todo está en contra del amor. Incluido uno mismo.
Los personajes están muy bien dibujados, sobre todo la pareja protagonista, y sobre todo sobre todo, el narrador. También hay algunos secundarios realmente interesantes, a pesar de los clichés necesarios para que la trama se desarrolle y la acción avance. Por ejemplo, la casera del Ludwik, una anciana enferma pero lúcida, o Hania, la niña rica, hija de un alto cargo del gobierno, enamorada de Janusz, el amante de Ludwik.
Por último, me ha llamado la atención, al leer la bio del autor, Tomasz Jedrowski, que haya tardado siete años en escribir la novela. Eso dice mucho y muy bien de él. Se nota que la historia se ha cocido a fuego lento, que se ha escrito y reescrito mucho. No es una novela larga, pero tampoco corta. Doscientas treinta y ocho páginas en las que, a mi entender, ni sobra ni falta nada para conseguir atrapar al lector y hacerlo estremecerse con una historia de amor preciosa y dolorosa a la vez. Lo dicho: al Olimpo