Para morir en la orilla

Reseña del libro “Para morir en la orilla”, de José Luis Correa

Para morir en la orilla

¿Qué legitima a un escritor para reseñar a otro? No paro de repetírmelo mientras afronto esta mi primera reseña en el blog (bien hallado, por cierto). Por lo abstracto que supone una opinión, más siendo literaria. Porque el género que hoy nos toca no es el que suelo transitar. Y por la enjundia del autor, un verdadero morlaco en lo suyo. Pero, como el protagonista de esta novela, soy medio gato, y me puede la curiosidad. Es más: entiendo que puedo aportar mi bagaje como lector y escritor, y la mirada limpia —literariamente hablando, no entremos en detalles— de quien descubre una forma de narrar y un personaje por vez primera. Y quién dijo miedo. Al toro.

José Luis Correa es uno de los grandes del género negro en este país. Y la novela que hoy nos ocupa, Para morir en la orilla (Alba Editorial, 2022), es un historia típica de este género —un asesinato, o dos, para ser correctos, y la búsqueda de los causantes—, pero con una característica particular: está encastrada dentro de un casuística de denuncia social, en este caso el drama de la inmigración y los cayucos. Esto es novedoso, pero no original. Me viene a la mente mi paisana Susana Martín Gijón y sus novelas negras con trasfondos sociales tales como las maternidades y las clínicas de reproducción asistida, el trato que damos a los animales o al propio planeta. Quizás es un cambio de tendencia generalizada, una deriva de este género para tratar de acercar al lector de a pie temáticas que nos tocan y afectan más de cerca, más del día a día.

Pero me disperso. Vuelvo a la novela. La narración es en primera persona, con lo que supone de inmersivo (para bien, cuando se hace ídem, como es el caso) este recurso para la narración: nos sumergimos en ella de bruces, sin ambages. Y lo hacemos a lomos del protagonista de la mayor parte de la obra literaria de Correa: Ricardo Blanco, Rick para los amigos, a los que me sumo, aunque sea por lo compartido juntos. Rick es cínico, vivido, sarcástico, y encontramos una prosa ad hoc: frases cortas, secas, salpicadas de pensamientos, que me recuerda a la manera de narrar de algunos clásicos patrios: a Manuel Vázquez Montalbán y su celebérrimo Pepe Carvalho en el sentido del humor y la ironía fina; al primer Pérez Reverte y su prota de “La carta esférica”, Coy, cínico y sombrío, pero también ingenioso; y al añorado Rafael Chirbes, además de en la utilización de diálogos sin guiones, encastrados sin solución de continuidad en los párrafos, en la melancolía, la causticidad y la amargura existencial mal disimulada. Diría incluso que hasta en cierto catastrofismo, que encaja totalmente en esta novela con el que poseen y sienten de manera íntima los inmigrantes africanos, protagonistas a su pesar de esta novela, y que frases como “en África las mentiras se propagan a golpe de fusil” pone de relieve.

Pero cuidado: no solo hay negritud en el relato, en el estilo. Ni mucho menos. Encontramos un paisaje —el de la isla de Gran Canaria, con sus contrastes y peculiares colores—, magníficamente retratado. También encontramos poesía. Sí. O, al menos, prosa poética, que salpimenta aquí y allá la obra. Podemos encontrar a Rick citando a Lorca o a Emily Dickinson; a Mateo, un inmigrante que fue profesor en su tierra, en otro mundo casi, a Virginia Wolff… Nada que objetar con ello. Más bien todo lo contrario. Soy un enamorado de esta forma de relatar, y de salpicar —cuando no de tupir, defecto aún por pulir— el texto, que en este sirve para introducir o encabezar un párrafo, o bien para desengrasar la narración y la acción.

Aunque, si he de resaltar algo por encima de todo, lo que encontramos en este estilo y en esta novela es realidad. Lo real. La transmisión viva de los quehaceres, inquietudes y entresijos de los personajes. Y eso les hace (les vuelve) vivos. Epatan y empatizan con el lector. Porque reflexionan y se preocupan sobre temas de actualidad, sobre lo que nos preocupamos todos, y que va desde las operaciones estéticas y sus cuestionables resultados, pasando por los adolescentes embebidos en móviles o el uso de modismos. Y más importantes aún, están los que motivan la novela; los que de verdad, parafraseando a Correa, “mentan la madre a las conciencias”: el tráfico de seres humanos, las mafias relacionadas con otras ramas delictivas (drogas…) y el drama de la inmigración. “Los de las pateras es una herida que nunca deja de doler”, afirma Rick. Yo lo firmo.

En conclusión, una lectura amena y madura, que se hace (que no se queda) corta; que avanza a buen ritmo, que aumenta hacia el tercio final de la misma, para refrenarse al final, un final quizá con regusto (cuidado: aviso de revelación, que no de spoiler, anglicismo que detesto) a utopía. Pero una magnífica introducción a la novela negra al fin y al cabo, alejada de los clichés del género, y un autor en el que merece la pena varar.

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