Tenía mis dudas con el último libro de Maggie O’Farrell. Los dos anteriores me habían gustado bastante, un poco más Tiene que ser aquí que La primera mano que sostuvo la mía, pero ambos muy por encima del aprobado. Sigo aquí se anunciaba como una suerte de autobiografía de la autora, una revisión de su propia vida a través de distintos momentos en los que se ha encontrado al borde de la muerte. Original punto de vista, sí, pero sonaba una vez más a autoficción. Y qué quieren que les diga: me he cansado un poco de autores y autoras que se miran el ombligo para seguir escribiendo.
Sin embargo, algo me decía que no debía dejarlo pasar. Su maravillosa portada, su curiosísimo título en inglés (“I Am, I Am, I Am”) o el hecho de que febrero llegaba cargado de lecturas obligatorias y necesitaba alguna válvula de escape hacia el placer verdadero. No sé. El caso es que me lancé a la piscina con él en este sequísimo invierno madrileño y, semanas después, no me arrepiento para nada de haberme calado hasta los huesos.
Sigo aquí es un placer de principio a fin, en su centro y en sus afueras. La edición es impecable, comenzando por las ilustraciones que acompañan cada inicio de capítulo y terminando con la cita que cierra el texto. Entre medias, los diecisiete episodios en los que Maggie O’Farrell nos habla de las veces en que pudo haber muerto, partiendo en todos los casos de una parte concreta amenazada de su anatomía, se disfrutan ampliamente. Es sencillo sentirse identificado con la mayoría de ellos: un extraño que nos aborda en medio del bosque, una grave enfermedad infantil, un accidente seguro del que nos libramos en el último momento y por los pelos. No resulta fácil, por el contrario, llegar a recopilar un número tan asombroso: si hacemos el ejercicio con nuestra propia experiencia lo más seguro es que no lleguemos ni a la decena, pero en manos de Maggie O’Farrell suenan veraces y, sobre todo, constituyen un material literario de primer orden.
Aunque se presentan como independientes, un hilo invisible anuda unos relatos con otros. Menciones al vuelo, personajes y lugares que aparecen de manera recurrente hasta formar un pequeño esqueleto que le da unidad al libro más allá de cada pasaje. El resultado final de este peculiar conjunto se asemeja más a un tangram que a un cubo de Rubik, una estructura no cerrada con la capacidad de adoptar diversas formas igualmente válidas según el orden en el que se coloquen las piezas. ¿Y no es eso la vida? Variaciones mínimas de nuestro trayecto configuran trayectorias muy distintas, incluso opuestas. Además de esta reflexión general, Sigo aquí nos lleva a ser empáticos con el dolor ajeno y a comprender nuestra fragilidad, lo sencillo que es dejar de existir en cualquier momento. No es por ello una llamada al miedo, sino más bien a preguntarnos continuamente por lo que estamos haciendo y a ser conscientes de nuestros propios actos.
Por supuesto, el texto contiene también una cierta dosis de memoria de escritora, aunque no se extiende en referencias ni se embarulla con las lecturas. Y, como en los dos anteriores, habla de la maternidad de una manera íntima pero no exclusiva, que hasta para alguien que no lo ha experimentado resulta cercana y apreciable.
Emotivo y profundo, por tanto, Sigo aquí deja tras de sí la agradable sensación de que a una buenísima idea le ha acompañado una ejecución adecuada. Por una vez deseo que mi mala memoria lo vaya borrando de mi cabeza paulatinamente para poder recuperarlo de la estantería dentro de diez años y volverlo a leer como si fuera nuevo.
Eso, claro está, si he esquivado mis diecisiete muertes para entonces.
Sigo aquí, de Maggie O’Farrell
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