Sabores de siempre, de Karlos Arguiñano

Sabores de siemprePor suerte o por desgracia, dependiendo de si hablamos del cocinero o de su bolsillo, en mi casa siempre hemos sido de buen comer. Da igual lo que haya en la mesa, lo importante es que haya calidad. Y con calidad me refiero a una buena sopa hecha por mi abuela o el pilpil de mi madre. Esas recetas que se hacen con mimo y con dedicación y que hacen que todo el mundo se quede callado durante unos minutos mientras saborea el plato que tienen delante.

Yo creo que lo de saber cocinar es algo que se consigue pasándose pantallas, como si se tratara de un videojuego. Te vas a vivir solo: aprendes a hacer huevos fritos. Eres madre: aprendes a hacer tortilla de patata. Eres abuela: aprendes a hacer croquetas. Y es que lo de las croquetas es como esa pantalla final imposible de pasar donde tienes que matar a un bicho gigante que escupe fuego. Si consigues pasarte esa pantalla, te conviertes en la persona que se verá obligada a hacer tuppers de croquetas para toda la familia durante el resto de su vida. Ni que decir tiene que mi abuela es una súper experta en este tema y hace unas de cocido que ya quisieran muchos. No he probado las de Arguiñano, pero estoy segura que las de mi abuela no tienen nada que envidiarle. Y es que las abuelas son un tema aparte. Crecieron con las recetas de toda la vida, como estas que podemos encontrar en Sabores de siempre. Es pensar en los pimientos rellenos que hace y se me ponen los pelos de punta. Una maravilla.

El mes de diciembre es uno de mis favoritos del año y es que es como un ritual. Cuando llega el uno de diciembre toda la familia se pone en movimiento. Se acerca la Navidad y hay que decidir el menú. Lo más gracioso de todo es que hasta el mismo día 23 no se sabe con certeza qué se va a cenar y es que cada uno aporta su granito de arena. Mi tía se va a marcar un pavo de diez kilos, mi abuela hará sus pimientos (oh dulce néctar de los dioses) y mi madre preparará unos chipirones en su tinta que van a hacer que a más de uno se le escape hasta alguna lágrima. Imaginaos veintitrés días donde el único tema de conversación es qué se va a cenar ese día. Bueno, y quién le ha tocado a quién en el amigo invisible, pero eso es tema aparte. Así que con tanta retahíla gastronómica, mi madre saca todo su arsenal de libros de recetas y se pone manos a la obra. En esa biblioteca guarda desde recortes de recetas encontrados en revistas hasta grandes obras francesas que hablan de vinos. A partir de hoy, creo que también formará parte de su colección Sabores de siempre. Y es que sé que ella le sacará el partido que hay que sacarle a este tipo de libros. Yo la teoría me la sé, de verdad; lo que pasa es que soy muy perezosa. Llega la hora de la comida y acabo pillando lo que sea de la nevera o del congelador que se haga en menos de quince minutos. Ese es mi límite. Y que conste que normalmente soy yo la que hace la comida en casa y puedo dar fe que con solo quince minutos se consiguen cosas bastante decentes. Aunque sí es cierto que después de leer las recetas propuestas por Arguiñano, puede que el próximo día se me ocurran otras ideas diferentes (que entren dentro de mi límite diario dedicado a la cocina) y que sorprendan a mi madre casi tanto como me sorprende ella a mí cuando me hace su tortilla de patata. Ay… madres, qué haríamos sin ellas.

La verdad es que reseñar un libro de recetas no es algo sencillo. Pero lo que sí puedo decir es que a mí las recetas me sirven de motor para mi imaginación. Hacen que al pensar en qué voy a comer mañana no se me venga a la mente la imagen de una pobre pechuga de pollo con un poco de puré de patata. Quizá el próximo día envuelva esa pechuga en el puré, la empane y le haga una salta de setas. O no sé, tal vez algún día me atreva a adentrarme en el mundo de las croquetas, aunque sé que el monstruo que me espera al otro lado no será pequeño y que habrá que vencerlo a golpe de varilla… Mientras me decido o no, creo que voy a ir a atacar un poco la nevera porque tanta receta para arriba y receta para abajo me han dado un hambre horroroso. Y es que, qué se le va a hacer, me encanta comer.

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