El niño 44, de Tom Rob Smith

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 -Si es usted inocente ¿por qué huyó?
-Huí porque ustedes me perseguían. No hay otra razón.
-Eso no tiene sentido.
-Estoy de acuerdo, pero no deja de ser cierto. Cuando a uno lo persiguen, siempre lo arrestan. Cuando a uno lo arrestan, siempre es culpable. Nunca traen aquí a ningún inocente.

El aquí al que se refiere el desventurado personaje que así habla es la Lubianka, casa de los horrores por excelencia del estalinismo, y este fragmento, negro como el carbón, resume perfectamente lo que debía de ser la vida cotidiana de los ciudadanos del en buena hora extinto estado soviético, que tuvo sus etapas menos oscuras y más oscuras, con el régimen autoritario de Stalin como epítome por excelencia de estas últimas.

Se trata de parte de un diálogo extraído de las páginas de El niño 44, una novela que viene a demostrar, una vez más, que las historias son necesarias para contar la historia y, sobre todo, para hacer llegar la historia a muchas más personas de las que los libros y las lecciones de historia podrían conseguir por sí solas. Como el mejor Frederick Forsyth, el autor de El niño 44, Tom Rob Smith, se basa en la realidad pura y, sobre todo, dura para enmarcar en ella su historia de ficción, o quizás sería mejor decir de realidad-ficción. Porque nadie podría imaginar nada como el régimen estalinista; es inimaginable, pero tiene a favor el hecho de que, desgraciadamente, fue real (lo inimaginable es que haya tanta gente que aún defienda los principios que enarbolaba aquel régimen y que incluso eche de menos una armazón como fue la URSS), así que ningún novelista tiene por qué quemarse las pestañas cuadrando los hechos y tratando de hacer creíbles las atrocidades, arbitrariedades e injusticias que durante muchos años se cometieron sobre los ciudadanos, ni al tipo de seres (¿humanos?) que las infligieron sobre sus semejantes y, para más inri, compatriotas.

Por las páginas de El niño 44 desfilan tipos muy parecidos a aquellos que sembraron el terror sobre pueblos y ciudades de la URSS, con arrestos que jamás se resolvían de otra forma como no fuera una sentencia inculpatoria del arrestado, sin garantías procesales de ningún tipo, porque, como ya hemos leído, todo el mundo era culpable por definición y no había manera de demostrar la inocencia; cuando a uno lo detenían, ya estaba condenado a la degradación, al gulag, al destierro, a la muerte o a los trabajos forzados de por vida. ¿La acusación? Actividades antisoviéticas; un delito que no estaba definido y que, por tanto, cualquiera era susceptible de cometer o haber cometido. El estado y sus agentes siempre tenían razón, como representantes del líder supremo, que representaba, a su vez, el Bien Supremo. Uno de esos agentes es el protagonista de El niño 44, un miembro de los servicios secretos del estado llamado Leo Demídov, que cree vivir en el paraíso hasta que la sospecha, la coacción y el horror lo obligan a quitarse la venda de los ojos. Por carambolas del destino, Leo comenzará a perseguir a un asesino responsable de la muerte y el desmembramiento de niños.

Porque la gran protagonista de El niño 44 es la Rusia víctima de Stalin, y las partes donde se nos da una escalofriante idea de cómo debía de ser sobrevivir en aquel régimen son las más valiosas de la obra. Ahora bien, El niño 44 también está protagonizado por un asesino en serie, el hombre al que persigue nuestro protagonista. En la URSS no existía el asesinato (la represión por parte del estado no se consideraba asesinato, por supuesto), ya que éste quedaba reservado a las podridas sociedades capitalistas, que eran como forúnculos que producían y exudaban el crimen, como no podía ser de otra forma; en cambio, el sano y paradisíaco estado soviético, con todos sus ciudadanos contentos y felices, no podía jamás producir asesinos, como no fueran seres anormales (extranjeros -casi todos, espías de países capitalistas conspirados para acabar con la URSS-, enfermos mentales, discapacitados, homosexuales… ya se sabe, criaturas ajenas a la rozagante salud física y mental de los dichosos ciudadanos soviéticos de pro). Dicho asesino en serie está inspirado en uno de los más sanguinarios psicópatas homicidas del que se tiene noticia (una vez más, excluimos de la lista a los autócratas y a los locos encumbrados al poder): Andrei Chikatilo, que, según cifras oficiales, asesinó a 53 personas. Una de las razones que impidieron que se le pararan los pies antes de lo que se hizo fue precisamente la negación autómata y enajenada por parte de todo tipo de autoridades e instituciones soviéticas de que tal cosa pudiera ser posible. Por otro lado, la historia del asesino de esta novela incluye detalles totalmente ficticios y que divergen señaladamente de la historia real de Chikatilo. Sin embargo, la historia imaginada sirve para un fin muy concreto, que Tom Rob Smith consigue plenamente, y es el de inocularnos el virus de la inquietud y de la interrogación a nosotros mismos: ¿por qué todo el mundo, unánimemente, se escandaliza de las acciones de un Chikatilo común y corriente y, sin embargo, son tantos los que aún tienen reparos en dar el mismo tratamiento a individuos que hicieron el mismo daño, pero a muchísimas más personas, bajo el amparo de una ley establecida por ellos mismos y ante el silencio, la indiferencia o la tolerancia de la comunidad internacional. Y a esta pregunta le sigue otra más: ¿no es, acaso, el gobernante de aquellos años, Stalin, responsable de la generación de un asesino como el que nos muestra la novela (y el que vivió en la vida real)? ¿Habría existido un asesino en serie tan cruel, si no se hubiera dado el contexto de violencia constante y de terror como modo de vida que formaba el día a día de la Unión Soviética?

En El niño 44 hay, además, tal como luego se nos mostró de modo aún más perfecto en La granja, una reivindicación del valor de la verdad por la verdad misma. La verdad es, muchas veces, incómoda, inoportuna, incluso puede ser no deseada, pero hay en los hombres y mujeres dotados de una buena brújula moral la necesidad de correr en pos de la verdad y de revelarla a los demás y al mundo, sea al precio que sea, incluso al de su propia integridad y la de sus seres queridos. Es este dilema el que se encarna en la persona de Leo Demídov, quien va a descubrir, dolorosamente, que una verdad incómoda es siempre preferible a una agradable mentira.

Hay, además, en El niño 44, una defensa a ultranza del valor del individuo sobre eso que llamamos colectividad, sea éste un pueblo, un partido, una raza, un credo, y al que cierto tipo de líderes, movidos generalmente por su sed de poder y su ego de hambre infinita, tratan de dotar de características personales, homogéneas e iguales para todos sus miembros, para así poder utilizarlo y manipularlo mejor, y al que superponen estructuras encorsetadoras y reduccionistas, controladoras y opresoras en última instancia, para asegurarse de su sumisión por medio del terror; tal fue el caso del estado soviético bajo el puño de acero de Stalin, al cual pocos fueron capaces de desafiar desde dentro. El niño 44 es un homenaje a los verdaderamente libres, a los héroes anónimos y a los mártires de la libertad, a los que plantaron cara a la opresión, aunque sus historias casi nunca tuvieran un final feliz, ni siquiera satisfactorio; pero también hay un reconocimiento de la acción individual y personal, de la iniciativa que nos mueve a rebelarnos, como le sucede a Leo Demídov, por saber que la razón nos asiste aun cuando tengamos el mundo en contra.

En suma, El niño 44, como toda buena obra, admite varios niveles de lectura. A un nivel superficial, se puede leer como una excelente novela de puro entretenimiento; pero es la lectura más profunda la que seguramente satisfará más al lector. Tom Rob Smith muestra aquí sus incomparables dotes de narrador -que se perfeccionarán en La granja-, capaz de crear un sutil halo de misterio humano y de retratar el mal como pocos autores contemporáneos.

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