La hierba de las noches

La hierba de las noches, de Patrick Modiano

la hierba de las nochesLa ciudad es un espectro. Las sombras, sus calles empedradas, las luces que al anochecer se abandonan a su suerte, las risas que se encajonan en las gargantas, los callejones – sin salida o con ella – que cortan de raíz la simetría, el cuadrado perfecto, como si fueran cuchillos donde esconder las pasiones, los secretos, los susurros que durante la noche, antes de romper el alba toda la magia, se proclaman acariciando la piel de los mortales que caminamos por ellas, por las calles, por la terrible infamia que supura como una herida que no se ha curado del todo. Y los recuerdos, amables y tiranos, que vagabundean por las orillas del río, por los campanarios de personajes casi mitológicos, son parte de la historia que nos forma, que nos crea por dentro – y por fuera – construyendo edificios, arquitecturas del mal, y palabras que se quedarán en simples silencios años después de haber sido pronunciadas. La hierba de las noches es un misterio, una sombra que se hace más grande a medida que el tiempo pasa y los relojes ya no pueden adueñarse de él. Pero también es una oda, a una ciudad que posee luz pero que inclina sus sombras en los cuerpos de los hombres y mujeres que, buscando su particular nido, consiguen formar novelas propias, cuentos de delirio y amor, intrigas y muertes arrimadas a los árboles que, con sus ramas, parecen abrazar las extremidades ateridas de frío que, en París, en invierno, no consuelan a los amores perdidos, ni siquiera cuando éstos han sido sólo un espejismo. Un espejo del alma, o quizá simplemente el reflejo de nosotros en el que se ve la oscuridad, el negro que guardamos todos, en las vísceras, y que guardamos por miedo a que alguien lo descubra. Una ciudad que abruma y contiene lo peor y lo mejor de aquello que somos.

Jean recuerda su juventud, en la que conoció a Dannie, de la que poco tiempo después supo que no sólo no se llamaba así sino que ni siquiera la conoció. A través de sus notas en su libreta negra como compañía, seremos testigos de esta relación, de los secretos y de cómo París, a pesar de ser la ciudad de la luz, contiene en su interior sombras que nos tragarán por entero.

Las reacciones de una lectura son variadas. Tan pronto como la ansiedad hace acto de presencia, puede convertirse – poco tiempo después, muy poco – en una lágrima que resbala de forma tierna por la mejilla y va a parar a nuestra boca, con su sabor salado de por medio. La hierba de las noches, siendo mi primera incursión en la prosa de Patrick Modiano, no puedo compararla con todo lo anterior, con aquello que se ha escrito y que ha provocado vivencias propias y llenas de una grandeza que pocos autores acometen. Por ello, no me centraré en las diferencias con sus anteriores novelas, sino que hablaré únicamente de este presente, que es esta novela, y sus variaciones de estilo. ¿Es una novela íntima? Lo es, en cuanto nos vemos anudados con fuerza a la vida de Jean, a sus recuerdos escritos en su libreta negra, y sobre todo cuando nos damos cuenta que su paseo por París, por las imágenes de fondo que se nos plantean, tienen esa pátina de obra de arte en la que el foco de luz va cambiando su orientación. ¿Es, también, una novela de misterio? Lo es, porque se nos plantea un interrogante, en realidad muchos, ante los que queremos saber respuesta, ante las que somos capaces de respondernos a nosotros mismos lo que sucedió o lo que va a hacerlo, lo que es visible y lo que permanece invisible, esas dicotomías que los seres humanos manejamos tan bien y convertimos en nuestro modo de vida. Somos el compendio que nace de la unión entre las sombras, las luces, y toda su gama de claroscuros.

Pero si algo hay que agradecerle a La hierba de las noches es esa pasión virulenta, ese destino que navega entre cafés, cines, edificios que ya son ruinas, y que refleja a la perfección en una ciudad como París que, habiendo tenido el gusto de visitarla, se convierte en otro personaje, ese secundario que nos descubre la verdad, lo que Patrick Modiano quiere y que nosotros abrazamos con gusto y placer. No es pues una novela al uso. Yo, lector compulsivo, no concibo la lectura si no hay una emoción de por medio, si un libro no ha conseguido transmitirme algún tipo de movimiento interno. Y ahí, mientras mi cuerpo necesitaba de un café, y mientras el sol proyectaba en mí sombras que también son parte de mí, esa lágrima, en las tres últimas páginas de este libro, contribuyeron a que se convirtiera en una lectura que permanece, que deja un poso, como en un café a media mañana que cambia el sentido de la vida que tenías hasta ahora en otro bien distinto.

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