No suelo leer a presentadores o cantantes que se meten a escritores, aunque reconozco que me he llevado alguna grata sorpresa. Por ejemplo, cuando leí, hace ya años, El viaje íntimo de la locura, de Roberto Iniesta, cantante de Extremoduro. En esa ocasión, iba sobre seguro, porque me lo había recomendado un buen amigo y porque pensaba que si Robe componía grandes canciones, bien podía escribir una historia más larga. Lo mismo imaginé de José Luis Perales.
Ya sé lo que estáis pensando: ¡vaya salto, de Extremoduro a Perales! Sí, es cierto, poco tiene en común la música de uno y otro, pero coinciden en una cosa: saben transmitir con las palabras, provocar emociones. Y, al fin y al cabo, eso es la literatura. Por eso me aventuré a leer La hija del alfarero, la segunda novela de José Luis Perales, para ver si el cantante conquense se manejaba igual de bien sobre la página en blanco que sobre la partitura.
En La hija del alfarero viajamos hasta el pueblo ficticio de El Espejuelo, en la comarca de Vallehondo. En él es fácil reconocer a la tierra manchega que vio nacer al cantante, aunque cualquier otro pueblo de la geografía española podría verse reflejado, sobre todo en los avatares que sufren Justino y Brígida y sus hijos, Carlos y Francisca, la familia protagonista de esta historia. El padre, alfarero al igual que su padre y el padre de su padre, espera que su hijo continúe con el oficio, y el joven se resigna a su suerte. Pero la hija, Francisca, no quiere quedarse en El Espejuelo y, de un día para otro, decide viajar a la ciudad del mar, lo que supondrá mucha tristeza y quebraderos de cabeza para su familia.
La hija del alfarero no cuenta nada nuevo: es la historia que vivieron tantos jóvenes provincianos en la época franquista, cuando dejaban atrás su hogar y viajaban a la ciudad, donde unas veces cumplían sus expectativas de una vida diferente y mejor, y otras, volvían con el rabo entre las piernas, tras ser ninguneados o incluso engañados por personas de más mundo. Pero José Luis Perales retrata, además, la cotidianeidad del pueblo, sus costumbres y sus parajes, y eso es lo que convierte a esta lectura en un dulce viaje al pasado. Demasiado dulce para mi gusto, sabiendo que en aquella sociedad la comprensión no era precisamente la virtud más extendida, y menos todavía en los entornos rurales. Pero es Perales y, como las canciones de Perales, es una historia llena de ternura y esperanza, sin apenas malicia, pese a que la historia podría haberla tenido más que de sobra. Seguramente, no recomendaría este libro a un fan de Extremoduro, mucho más visceral y proclive al lado oscuro de la naturaleza humana, pero sería una lectura que sí regalaría a mi madre, como las canciones de Perales.
En sus primeros pasos literarios, José Luis Perales aún peca de algunos errores de principiante (el tiempo que transcurre entre un hecho y otro, por ejemplo, resulta bastante confuso), pero se le notan las tablas escribiendo canciones en algunos párrafos que son para enmarcar. Parece que esta no será su última novela y eso es una buena noticia. Esa mirada especial que capta la esencia de los pequeños gestos es tan necesaria en la música como en la literatura.
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