El vendido, de Paul Beatty

 

El vendidoNadie puede negar el acto heroico que se han marcado aquí los chicos de Malpaso. Traducir y traer a estas tierras esa rara avis que es El vendido exige mucha valentía que pocos pueden presumir de poseer. Y es que la novela de Paul Beatty ganadora del Man Booker Prize en 2016 es un hueso duro de roer. Su tono, su temática y sus infinitas referencias harán que más de una vez te plantees si has elegido el libro correcto. Lo es, créeme. No es fácil, no es complaciente. Pero te deja en un lugar en el que nunca antes habías estado. Si hace unos meses alguien me hubiese dicho que un libro sobre agricultura, esclavitud y segregación racial iba a hablarme sobre mi lugar en el mundo, le hubiese sonreído amablemente y me hubiese montado en el primer taxi que hubiese conseguido detener.

Y ahora estoy aquí soltando bondades sobre un texto que habla de minorías y todas esas connotaciones sociológicas que conlleva usar el nosotros cuando nadie nos ha pedido permiso para incluirnos. Ese horrible momento en el que alguien decide que formas partes de algo sin ni siquiera haberte explicado las claúsulas del contrato de arrendamiento. Sí, porque estamos hablando del alquiler de la identidad. Y porque ser negro hoy tiene sinfín de tonos grises de los que nadie nunca nos ha hablado. Hasta ahora.

El protagonista de esta historia va a ser juzgado por el Tribunal Supremo. Los cargos contra él incluyen restauración de la esclavitud y la segregación racial entre muchos otros. Claro que todo puede justificarse. Todo puede llegar a entenderse si se contempla la historia. Si comprendemos que ser hijo del mayor sociólogo racial –o psicólogo de la liberación- que ha visto Estados Unidos no es tarea fácil. Sobre todo si toda tu infancia es una sucesión de experimentos de carácter conductista con el fin de que asimiles a cualquier precio la esencia de la negritud entendida como el devenir rupturista de una raza sometida.

Ahí no acaba todo, ya que debido a la fama de su padre, nuestro protagonista hereda el puesto de susurrador de negros, un cargo autoimpuesto que consiste en sacar a negros de los brotes frecuentes de enajenación metal. Una molestia constante que sufren debido a la presión de reubicarse en un mundo que les devuelve un feedback denigrante.

La trama tarda poco en desmadrarse y la obtención del primer esclavo por parte del protagonista no hará sino agilizar la locura colectiva de una comunidad afroamericana llena de mexicanos, Dickens, cuyos ciudadanos son tan vulnerados por el sistema que ni siquiera aparece en los mapas. Una carrera contrarreloj para luchar contra la invisibilidad, esa nueva discriminación pasivo-agresiva que se esfuerza en reducir, simplificar y omitir a un colectivo que ensucia el paisaje de Los Ángeles.

Todo el planteamiento estrambótico que Paul Beatty propone en su novela no tendría ni pies ni cabeza si no usase la sátira más hiriente para llevarla a cabo. Sus personajes están tan al límite que uno no puede más que tomar distancia y analizarlos desde la caricatura. Más tarde entendemos, cuando todas y cada una de las reflexiones que el autor lleva a cabo son totalmente pertinentes, que la caricatura somos nosotros.

El chiste en la novela es el lector medio con ideas preconcebidas que con su simplificación de la realidad se ve desnudo ante un nuevo panorama que no controla y que no acierta a manejar. Sí, hay un punto de no retorno en la novela en el que no se sabe si uno, como lector, se ríe de los personajes, o está sucediendo todo lo contrario. Porque si bien es cierto que el estilo de Beatty no es fácil, sus disquisiciones sobre raza y minorías son lo más inteligente que he tenido el gusto de leer en mucho tiempo.

Paul Beatty nos propone un viaje en forma de flashback cuya resolución final roza la definición perfecta de mundo global. Los estereotipos devoran a las personas reales que hay detrás y el lavado de cara de la nueva discriminación no consigue que pase inadvertida. Hay una sensibilidad latente en todo el sinsentido que recorre la novela y una disertación final disfrazada de anécdota que deja claro que las multitudes no son homogéneas. Que detrás de los colectivos hay un conjunto de personas diferentes que comparten un rasgo en común, pero que no tienen que definirse necesariamente por dicho rasgo. Y que a pesar de existir muchas formas de estar en el mismo barco, eso no impide que el resto de la tripulación no se amotine contra ti si no estás remando en la misma dirección que ellos. Toda una revelación.

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