La geometría del amor

La geometría del amor, de John Cheever

John Cheever - La geometría del amor

 La perfección formal de sus relatos y su ácida e incisiva mirada convierten La geometría del amor en una oportunidad para recuperar a un gran escritor.

  

Al pequeño John le gustaba contar historias.  Su maestra solía prometer a sus compañeros de clase que, si se portaban bien, al final de la jornada John les contaría un cuento.  Y todos se portaban bien.  Todos menos uno; a los diecisiete años John Cheever fue expulsado de la escuela por poco aplicado, impuntual y fumador.  Su expulsión marcó el inicio de su carrera como escritor, pero también dejó una profunda huella en su vida, ya de por sí bastante descontrolada.

Con el tiempo, John Cheever llegó a encarnar a la perfección el mito del escritor atormentado: sensible, depresivo y alcohólico, su descarnada visión de su entorno le proporcionó tanto éxito profesional como sufrimiento personal.

El territorio Cheever está muy acotado: sus historias tienen como escenario Nueva Inglaterra, Manhattan o los suburbs durante los años cincuenta y, como protagonistas, la clase acomodada a la que perteneció (esa clase media norteamericana que tan poco tiene que ver con la nuestra).  Sin embargo todo aquello de lo que habla Cheever nos resulta completamente familiar: matrimonios condenados al fracaso, reuniones familiares convertidas en ajustes de cuentas y, en definitiva, gente decente y trabajadora, buenos vecinos y ciudadanos ejemplares retratados como realmente son: egoístas, solitarios, envidiosos, mezquinos.  Es “el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos”, como decía Italo Calvino.

La geometría del amor reúne una colección de cuentos sobre gente común que vive vidas comunes; las vidas empobrecidas de las prósperas familias norteamericanas de clase media que, bajo el microscopio de Cheever, aparecen despojadas de apariencias, con sus defectos, sus virtudes, sus miedos y sus obsesiones.  Pese a todo, incluso en las situaciones más sórdidas, se las apañan para conservar una cierta pureza, un aura de inocencia.  Tal es su humanidad que el lector no puede juzgar con dureza a esos personajes que tan pronto son capaces de los peor como de lo mejor porque, en definitiva, todos somos personajes de Cheever.

Muchos de los protagonistas de estos cuentos están permanentemente al borde del abismo; han hecho todo lo que se supone que es correcto hacer en la vida y, sin embargo, están a punto de dar el paso que arruine irremisiblemente sus vidas.  Ninguno da muestras de ser dueño de sus actos, ninguno parece poder evitar una destrucción moral que posiblemente no merece, o que merece tanto como cualquier otro.

Inevitablemente, en el último instante, cuando ya todo parece perdido, un suceso casual (la lluvia, una llamada de teléfono) logra arrancar del protagonista un último rastro de decencia o de cordura.  Pero no hay que dejarse engañar por el happy end de los cuentos de Cheever (quién sabe si impuesto por la necesidad de publicar sus exitosos cuentos en periódicos y revistas de gran tirada); es la redención del adúltero que, al verse sorprendido, promete que nunca más lo hará; la del alcohólico que vacía por el desagüe todas las botellas menos una.

Cheever conocía bien esa sensación de la vida escapándose entre los dedos como la arena, ese lento e imparable declive.  En sus diarios escribió:  “Cuando la autodestrucción entra en el corazón es como un grano de arena.  Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el tren de las ocho y veinte y llegas tarde para solicitar un aumento.  El viejo amigo con quien vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ya ha perdido forma, sentido y significado.  Para recuperar cierto propósito y belleza bebes demasiado en las fiestas y te propasas con la mujer de otro, acabas por hacer algo tonto y obsceno y a la mañana siguiente desearías estar muerto.  Pero cuando tratas de repasar el camino que te ha conducido a este abismo sólo encuentras un grano de arena”.  Esta angustiosa sensación de haber dado un giro equivocado en algún lugar del camino y no saber cómo regresar está latente, de un modo sutil pero ineludible, magistralmente captada, en estos relatos.  Pero lo que realmente los hace únicos es que, a pesar de esa melancolía, los cuentos de Cheever desprenden una infinita pasión por la vida.

La perfección formal de sus relatos y su ácida e incisiva mirada le procuraron un lugar destacado en la narrativa estadounidense de su generación.  Pero tengo la sensación de que el tiempo ha sido injusto con él y de que su corta producción novelística y el hecho de que publicara sus relatos en periódicos han contribuido a empequeñecer su figura.  La geometría del amor es una oportunidad para recuperar a un gran escritor, un autor de prosa precisa y gran sensibilidad.  Y las oportunidades hay que aprovecharlas.

Javier BR

javierbr@librosyliteratura.es

6 comentarios en «La geometría del amor»

  1. Javier me gusta mucho tu reseña, de momento paso de leerlo (no me apetecen cuentos “al borde del abismo”) prefiero algo que me distraiga más con la carcajada, pero tomo nota de él para que en cuanto ande menos agobiada con la vida diaria, sentarme a leerlo. ¡Gracias por la reseña!
    un abrazo,
    Ale

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  2. Gracias por tu comentario, Ale. Los personajes de los cuentos de Cheever están al borde del abismo, pero no llegan a caer en él. En todo caso, si prefieres algo más divertido te recomiendo que pruebes con “La hija de Robert Poste”. Yo lo estoy leyendo ahora y estoy disfrutando de lo grande con su ironía. Espero que podamos comentarlo aquí en unos días.
    Saludos.

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  3. Gracias, Javier, por animar a la gente a descubrir a Cheever, ese grandísimo escritor. Como bien dices, la perfección formal y la profunda humanidad de sus relatos lo convierten en un autor imprescindible.

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  4. Esas dos características definen muy bien a Cheever, Elena, y, en ese sentido, se le ha comparado repetidamente con Chejov (un argumento más para que te animes a leer sus cuentos, Andrés). Muchas gracias a los dos por vuestros comentarios.

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