Escenas de cine mudo, de Julio Llamazares

Escenas de cine mudo

Los atajos que siempre me llevan al olvido, son cada año que pasa más obvios, más frecuentes y, lo que es peor, más efectivos. No sé si son por pura degeneración, por necesidad o por mera defensa de la mente de la acumulación que tiene de ruidos, imágenes, pasos perdidos, montañas de malos recuerdos o de sonrisas echadas a perder. Sin embargo, aunque parezca contradictorio, lo que he perdido de ese recuerdo retrospectivo, el que quiere evocar un nombre de la punta de la lengua, una ciudad con tres puentes sin apellido, un momento triste o feliz, un paraíso perdido, una palabra alargada por el viento; lo he ganado con la sensación de que cualquiera de los sentidos, en un momento dado, me hace revivir aquel olor, aquella música, aquel sabor, aquella suavidad que no volveré a sentir o, como en “Escenas de cine mudo”, la visión de fotografías que no solo me extraen unas caras o unos paisajes del pozo del cerebro, sino que se alían con el olfato, el tacto, el gusto o el oído para que de ese papel, aparezcan claras las sensaciones que llegué a tener aquél día, en aquel momento en las que me las sacaron: ahora tengo colgada enfrente mío una foto ya antigua en la que siento todavía el frío de aquella tarde de otoño mientras nos cubría el humo y el fuerte olor a tabaco negro y la cámara fallaba porque, en aquel bar en el que sonaba “Fool’s overture” de Supertramp, la luz parpadeaba a punto de fundirse; y todos nos mirábamos, tan jóvenes que pensábamos que éramos eternos.

El recuerdo sujeto a 28 fotografías de un pasado lejano en Olleros – a mediados del siglo pasado-, un pueblo minero de León, recompone las vivencias del narrador cuando era niño allí donde la existencia eran los padres, los libros, las escuelas, los bailes, los escasos viajes, las pérdidas, los sonidos de la mina, los derrumbes de los pasadizos, los juegos, el sexo primerizo, los amores segundos, la curiosidad, la iglesia y los santos y… Asimismo es la crónica que rememora a las personas, edificios y paisajes que en ellas aparecen, pero también habla de los senderos que de esas fotos surgen hacia el pasado y el futuro: con porvenires agradecidos, tristes o desconocidos de los hombres y las mujeres que por allí vivieron, con casas que se fundaron y derruyeron, con las minas que existían y existieron, con los momentos felices o patéticos que cruzaron, efímeros, la vida de aquellos habitantes. Son, quizás, cosas que vistas en la distancia, pueden perder importancia hasta que te integras entre cada una de ellas y comprendes que los instantes son importantes, el acontecer más nimio te es necesario para descubrir aquella vida, aquellos paisajes, aquellas nieves, aquellos años en los que vivir era un ejercicio de supervivencia y de pelea -como lo ha sido para tus propios padres, abuelos, amigos… para las mujeres y hombres con los que te acabas de cruzar en la calle y has mirado su cara cercada de arrugas- Entonces las vidas eran de color pero el mundo en los que vivían era en blanco y negro. Comprendes, también, que hubo personas, incluso cosas, que crecieron con el niño que vivía en este relato, pero hubo otras que se quedaron pequeñitas, minúsculas, allí en el fondo del valle del carbón, ocultas del objetivo de la cámara, y lejos, por ello, de estos recuerdos que regresan de entre la niebla de aquellas tierras: muertas ya para siempre.

La visión del narrador en primera persona que ve desarrollarse su mundo desde el recuerdo de aquellos instantes, es una mirada que se desdobla entre la conmemoración de unos tiempos felices, por tempranos e irresponsables, y la sensación oscura que aparece de la pobreza, de la oscuridad,  de la injusticia de aquella vida para con la gente de Olleros, para con los mineros que dejaban la vida en explosiones de grisú o hundimientos o esperaban morir mirando el mundo ahogados en sus pulmones exhaustos por la silicosis. Y así el mundo nos aparece plasmado en las historias de un niño que descubre la vida con sorpresa, con alegría o con desconcierto, y van hilvanándose, igual, situaciones que inspiran al narrador sonrisas, fascinación y rabia por igual.

Escenas de cine mudo” es una novela en la que se adivina con claridad el resquicio -no sé si pequeño o grande- por el que Julio Llamazares está mirando su propio pasado en aquellos años y en aquellos lugares donde el frío pesaba, la estufa ardía con carbón, y la felicidad apenas era una sucesión de instantes. No obstante, siempre me queda la pregunta sobre si nuestros recuerdos no son solo escenarios de cartón piedra donde inventamos momentos y sonrisas allá donde, acaso, se añora unos tiempos y a unas personas que no volverán. Así, puede ser que veamos lugares y situaciones que no existieron y que hubiéramos querido que sí. Sin embargo, los recuerdos de Olleros que aparecen en el libro no son idílicos, no adelantan ni glorifican nada, no pintan cuadros de colores ilusorios, y, aunque puedan mezclar ficción y realidad, los reconozco, los identifico. Yo no viví allí, ni he estado cerca, ni siquiera vivía en aquellos años de los que habla; pero sí son personas a las que identifico como mías, son situaciones que me recuerdan otras, son alusiones conocidas, profesores que me han pegado, lecturas repetidas, verbos y palabras que conozco, conversaciones que oí, bailes y abrazos que viví, cines que visité, injusticias que no devolví, terrores y ausencias que aún me duran, amigos que perdí, huelgas en las que no pude estar presente, siluetas de policías marcando el paso con la metralleta que sí vi de noche desde el balcón, señuelos en los que no piqué…

Supongo que este libro podrá ser ficción o podrá ser un polvorín de recuerdos, pero ambas cosas en la literatura van tan unidas que apenas hay diferencia; y vivir estos y aquellos días entre estas personas y aquellas nieves negras me ha provocado la sensación de proximidad y empatía que solo produce la literatura; tanta que, incluso días después de acabar el libro, tengo frío en los huesos y rojas las orejas. Porque al final no solo eran fotografías, eran nuestras fotografías.

 

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