Harvey

Harvey, de Hervé Bouchard

Ilustrado por  Janice Nadeau

Harvey¿Quién nos mira a través de esas cuencas vacías? ¿Qué recuerdos nos deja esa figura que permanece tumbada, recostada sobre el acolchado de una cama extraña en la que no puede verse? Y, ¿qué imagen nos deja, a los que nos quedamos, a los que intentamos encontrar el rastro que ha dejado la persona que antes conocíamos, ver a través de esos ojos cerrados que ya no nos mirarán nunca más? Porque en la muerte todos somos invisibles, todos nos podemos perder buscando la última mirada, la última fotografía que hacerle con nuestros ojos a aquel que nos deja con un hueco, con un vacío que nos llama desde la habitación del fondo porque, como a Harvey un buen día nos encontramos viviendo y al día siguiente tenemos que saludar a una compañera furtiva y picajosa, que se lleva de la mano a aquello que tanto queríamos.

Harvey nos cuenta su historia. Una historia de su barrio, una historia de cómo un día la ambulancia aparcó frente a su puerta, y de cómo un día, sin proponérselo, se volvió invisible.

Viajar a través de la mirada de un niño siempre es difícil. Los adultos no los entienden, ven la vida sin el filtro que la gente mayor ha construido a lo largo de los años, y ante alguna idea brillante, las risas o el silencio, pueden hacer acto de presencia desbaratando los planes de una mente tan inquieta como la de un niño. Y así, Harvey es capaz de hacernos sentir, con unas simples palabras, con una simple imagen que recrean para nosotros Hervé Bouchard y Janice Nadeau, todo lo que encierra un silencio obligado, todo lo que significa una mirada de reojo ante la desgracia, y una ausencia que se prolongará en el tiempo. Pero los niños no lo ven como nosotros, ellos son algo especial que miran a través de unas lentes diferentes. Sus gafas traspasan la lluvia de las lágrimas, tapan el sol de la rabia, y les protegen del enfado del viento que les intenta agitar su cuerpo enfrentándoles a la realidad. Porque Harvey es esa figura que todos alguna vez hemos vivido, esa imagen que todos y cada uno de nosotros ha visto reflejada en el cristal, saludándole con alegría cuando las cosas se ponían duras, cuando la realidad sigue su paso incansable por robarnos el último aliento que nos queda.

Es una historia sobre la muerte. Es una historia triste sobre la muerte. Pero también, en ese gran descubrimiento que nos hace la literatura, sea en la forma que sea, es un relato sobre la pérdida desde una mirada tierna, desde una mirada pura y sincera, como sólo la pueden ser la de los niños que no acaban de entender que la muerte implica un fin, aunque para ellos sea solamente el principio. Porque esa es la grandeza de Harvey y de los autores Hervé Bouchard y Janice Nadeau, crear un universo real, en un mundo de papel. Palabras que no mueren nunca porque permanecen en nuestros ojos, en nuestra piel, como una de esas historias que con unas pocas palabras, son capaces de sacarnos una sonrisa, una pequeña risa, incluso en aquellos momentos donde el dolor tendría que anegarlo todo. Y esa luz, esa pequeña luz a través del túnel que son los ojos de un niño pequeño, nos devuelven siempre la sonrisa cuando la amiga de túnica negra llame a la puerta para llevarse aquello que quisimos, y que siempre quisiéramos recordar.

Y a pesar de la tristeza, siempre tendremos que seguir, como Harvey, que quiso ver con sus propios ojos cómo era alguien después de la muerte, con sus propios ojos, para poder poner cara a aquellos que le decían información diferente. Porque no sólo todos somos invisibles en la muerte, sino que además, todos somos diferentes.

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