La ciudad de N

La ciudad de N, de Leonid Dobychin

la ciudad de nHay varias formas de describir una novela. Se puede hacer como un gran cuadro, hablando de su globalidad, de lo que implica en su contexto, en toda su magnitud. Otra es hablar de los pequeños detalles, esos que en ocasiones aparecen tras una fina cortina pero que son los que dan importancia a lo que se nos quiere contar. Por último, para mí, se puede hablar de lo que nos mueve por dentro, de aquello que nos hace sentir, más allá de resúmenes que no tienen mucho sentido, aplacando los sentimientos a través de las letras. Pero sucede una cosa curiosa con La ciudad de N y es que, por mucho que yo lo intente, las tres formas de describirla se unen siempre entre sí, revolviendo el cajón que yo guardo en mi cabeza, y convirtiéndola en una pequeña joya que llevarse a la boca, a la mente, al cuerpo, y que contradice todas esas normas de estilo que, presumiblemente, tiene que tener una reseña para ser considerada como tal. En realidad, yo nunca he sido un hombre de mucha norma, así que encontrar la oportunidad de hablar de una obra como esta me da la posibilidad de perderme por mi propio lenguaje, compartiendo con todos vosotros el momento de la lectura en crudo, desde las vísceras, mientras la piel se aja por el tiempo de fuera y mis dedos teclean con la furia de un redactor que no puede callarse lo que ha vivido.

La vida de un niño que, mientras va creciendo, va observando como aquello que es su realidad va sucediéndose y convirtiéndole en el hombre que, en un futuro, llegará a ser. Sucesos en apariencia desordenados pero que contribuyen a la forja de un joven sin que él mismo lo sepa.

 

¿Cómo se disfruta una novela? Se me viene esa pregunta a la cabeza hablando de La ciudad de N porque esta novela supone un punto de inflexión para mí. Describir cómo, paso a paso, un niño se convierte en joven, puede no llamar la atención a muchos de vosotros, pero eso sería caer en un prejuicio contra aquellas obras que desconocemos. Cierto es que Leonid Dobychin no es un autor especialmente conocido por estos lares, pero descubrir su biografía hace ver que lo que aquí se guarda, tras esa portada que intimida, es más importante de lo que nos creemos. Un mural donde cada parte, cada detalle, cada trazo dado con las letras, convierten la historia en una de esas grandes obras que nos recuerdan que hubo un tiempo en el que la vida no era como debiera, que la nieve caía y no podíamos calentar nuestros cuerpos en el hogar, o que la búsqueda de la identidad era una tarea lo suficientemente ardua como para no ser capaces de llegar a encontrarla nunca. Satírica, pesimista, lúdica, tremenda, convierte a este exponen de la literatura rusa en una de esas estaciones en las que pararse a repostar, a pensar, a convertir la lectura en una experiencia privada intensa, para después, cuando ya se hace pública, podamos enumerar las virtudes de una propuesta tan interesante como esta. No se trata de simples palabras, lo que aquí se vive es una realidad que, sucedida hace años, conmueve y promueve un terremoto interior que llega hasta la actualidad.

Hablo poco de literatura rusa porque son pocas las veces que caen en mis manos novelas de estas latitudes. Será porque hace tiempo me vendieron, en mis clases de literatura, que dichas historias eran tan densas y complicadas que quitaron las ganas a un joven que empezaba a meterse en el mundo de la literatura. La ciudad de N no es una lectura sencilla porque, como aprendí hace tiempo, ninguna historia que haya removido algo dentro lo es. Leonid Dobychin fue un hombre que desapareció antes de tiempo, que murió a pesar suyo, convirtiendo esta su primera y última novela en el legado que lo convertiría en la figura que debiera haber sido. Ahora tenemos esa oportunidad. Porque en las oportunidades se encuentra nuestra suerte. Y ese momento en el que abrimos la primera página y descubrimos el anclaje, lo que nos unirá a su historia, enfocando nuestros ojos a las calles que se nos describen, a la nieve que cae, a un país que fue y no fue al mismo tiempo, a un cuerpo de niño que crece pero no consigue ver, enraizarse en la tierra. Sentado en este sillón, convirtiendo mi experiencia en palabras, me he dado cuenta de lo importante que son lecturas como ésta, que paran el ritmo frenético, que nos hacen pensar en lo leído, en lo asimilado, para poco tiempo después, volver a caer en su lectura, una segunda vez, disfrutando de esos pequeños matices que uno no ha captado bien y que ahora, tras esa especie de sala de espera mental que nos ha ocupado, podemos ver en toda su magnitud.

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