Los cinco y yo, de Antonio Orejudo

Están las novelas buenas, están las novelas entretenidas, y luego está Los cinco y yo, de Antonio Orejudo.

He dejado reposar (varios días) esta lectura, pero todavía no consigo alcanzar un veredicto con el cual esté completamente conforme. Quizá tenga que releerlo, pero las primeras impresiones son las que cuentan.

¿Sería demasiado generosa si lo calificara de libro genial? ¿De libro que, suficientemente leído y justamente valorado, podría considerarse como revolucionario de la literatura española y, quizá, también de la universal? ¿Hace falta traer a colación la relación totalmente lícita entre entretenimiento y comercialidad, por un lado, y genialidad, por otro, suficientemente demostrada por El Quijote y por muchas otras joyas reconocidas y consagradas de la literatura, clásicos que en su día fueron, no best sellers (porque eran otros tiempos), pero sí lecturas populares y del gusto del gran público? ¿Por qué no puede Los cinco y yo ser perfectamente otro representante de ese fenómeno?
Con Los cinco y yo me pasa lo mismo que me pasó la primera vez que vi Inland Empire, la película más lynchiana de David Lynch: que me di cuenta de que aquello no era una película, ni siquiera un visionado; era una experiencia. Una experiencia asombrosamente vital capaz de cambiar tu percepción de todo; en el caso de Lynch, gracias a su personal e inimitable concepción de lo surreal; en el de Orejudo, gracias a su imaginación, su sentido de la ironía, su capacidad y voluntad para la autoparodia, su cercanía, su inteligencia; armas, todas ellas, que nuestro autor utiliza contra y, a la vez, con su lector, atrayéndolo e implicándolo en una historia que finge ser, primero, un humorístico, divertido, políticamente incorrecto pero, a la postre, inofensivo ejercicio de revisión nostálgica de la historia propia y general (la del Antonio Orejudo nacido en unas circunstancias históricas, en un contexto geográfico y social, como miembro de una generación concreta, aquella del baby boom, niños que superpoblaron ciudades y barriadas y que parecía que iban a comerse el mundo y que luego quedaron emparedados entre la generación anterior y la inmediatamente posterior, que les robaron todo el protagonismo que ellos naturalmente estaban llamados a ejercer en la época de la Transición española) y que de repente estalla como una sucesión de fuegos artificiales que, traca a traca, va deslumbrando al lector, que, para cuando quiere darse cuenta, ya está tan obnubilado con el espectáculo que no le interesa intentar responder al cómo y por qué hemos llegado a este punto. El impulso inconsciente de encajarlo todo bien encajado, de atar todos los cabos, de hilar bien la historia y de obtener todas las respuestas cede a la diversión y al disfrute más puros y más gozosos, de esa clase que sólo una lectura absorbente puede proporcionar; ésa que hace que uno pierda la noción del tiempo y hasta de que se olvide de que está leyendo. Exactamente el tipo de gozo que tan bien describe el propio Antonio Orejudo al rememorar su primera lectura de un libro de Los Cinco; el tipo de gozo que, según dicen, y lo repite el propio autor en un momento determinado de la novela refiriéndose a un personaje adicto a la heroína, sólo se obtiene la primera primerísima vez, y se intenta -en vano- revivir cada vez que se consume.

Pues bien; yo sentí aquel gozo de la primera lectura en la que me olvidé de todo y me convertí en uno con la historia, y lo he vuelto a sentir leyendo Los cinco y yo.

Una novela que va tejiendo o, si se quiere, insinuando paralelismos entre el mundo ficticio creado -a brochazo limpio- por Enid Blyton, cuya productividad deja en mantillas a todo un Stephen King, y el mundo real donde nació y creció Antonio Orejudo, el personaje de esta novela y/o también, puede ser, probablemente, aunque puede que no, el autor; y donde luego fue a la universidad, se hizo escritor y todo lo demás; donde conoció a Rafael Reig, su amigo y compañero y posteriormente influencer, dado que fue causa necesaria (Reig) para que Orejudo (el personaje del libro) se pusiera a indagar sobre Los Cinco y sobre qué fue de ellos una vez que su colección de novelas juveniles terminó. Son, en realidad, varios mundos que se van reflejando e imbricando los unos con los otros, en un ejercicio de creación literaria, metaliteraria, seudorrealista, fantasiosa y ucrónica donde poco importa, al final, dónde se separan las diferentes esferas, dónde se superponen y qué plano corresponde a cada mundo.

El Antonio Orejudo protagonista del libro (y, con toda probabilidad, también el autor que lo firma y que se cuenta a sí mismo corregido y aumentado y nos cuenta todo lo demás) habla con ligereza, con una ligereza que se nota (y se quiere dejar notar) un poco impostada y que descansa sobre un lecho de pesimismo que no es nato, sino que ha llegado a ser por culpa del mundo; está en sus recuerdos de aquel pequeño gamberro juvenil con ínfulas de gran literato, en cómo lo vapulea ahora; está en su retrato, un poco entrañable y un poco cruel, de los viejos -en todos los sentidos- amigos con los que se reencuentra ahora y en lo que han llegado (y no han llegado) a ser; está en el relato de aprendizaje, maduración y decadencia de Julián, Dick, Ana y Jorge (Tim falleció, como es de suponer), aquellos chavales de ficción que son el único bagaje propio e intransferible que la generación de Orejudo puede reclamar, pues fueron los primeros en leerlos traducidos al español.

El mundo actual ha hecho de las suyas con Los Cinco, ahora cuatro. Viven, como nosotros, en un mundo de relaciones virtuales, postureo, hermosas mentiras pero maldades reales como entonces, vulgaridad, consumismo, neurosis y codicia, mucha codicia. El relato del devenir de sus vidas nos divertirá, nos sorprenderá, nos confundirá y nos pillará desprevenidos, avanzando bajo tierra, pasando de una realidad ficticia (o real) a otra a hurtadillas, como hacían ellos en casi cada una de las novelas de Blyton, donde no faltaba el pasadizo secreto que hacía posible un feliz desenlace. Aquí también hay pasadizos secretos, sólo que el mundo real que habitamos (y en el que habitan los dos Antonios de la novela, el relatado y el relator) no asegura finales felices, como sí hacía el de Enid Blyton. Y quienes hayan leído el número suficiente de aquellos libros apreciarán y valorarán en la medida en que lo merece el último párrafo, el colofón brillante e inteligentísimo con que Antonio Orejudo cierra esta meritoria novela y nos deja, quizás, con una media sonrisa triste en los labios.

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