Sábado por la noche y domingo por la mañana

Sábado por la noche y domingo por la mañana, de Alan Sillitoe

 

Sábado por la noche y domingo por la mañana

No sé si la buena literatura se nutre del descontento social. Si es así, cabe esperar en los próximos años una generación gloriosa de escritores españoles. Mientras eso sucede, remontémonos a tiempos pretéritos y algo menos revueltos.

En la década de los 50 y principios de los 60, Inglaterra ya se había recuperado completamente de las heridas de la guerra. No había grandes conflictos sociales y la economía del país crecía a un ritmo que hoy nos parecería envidiable. La sociedad seguía cómodamente dividida en clases: la clase alta seguía en las alturas, la clase media estaba orgullosísima de su medianía y de no estar tan abajo como la clase baja, que, a su vez, había conseguido subir algunos peldaños. Todos sabían cuál era su sitio, y sabían también que la mejor manera de evitar problemas era quedarse en ese sitio. En definitiva, érase una vez un país feliz. Es en este contexto cuando surge el movimiento literario de los “Angry young men”, que tradicionalmente se ha dado en traducir como “jóvenes airados”. Si es que siempre hay alguien que tiene que fastidiarlo todo…

¿Y qué es lo que llenaba de ira a estos jóvenes?


Para intentar contestar a la pregunta, concentrémonos en nuestro héroe, Arthur Seaton. Arthur trabaja en una fábrica de bicicletas, en la que entró a los catorce años. Allí disfruta de un trabajo repetitivo y mecánico que le permite pasarse el día pensando en la chica del fin de semana pasado y en la del venidero. Va con cuidado de no exceder su cupo de producción, por miedo a que, por una de esas paradojas del capitalismo, ello repercuta en una merma de su salario.
Así aguanta de lunes a viernes. Arthur está contento con su sueldo: puede pagarse cerveza a mansalva y buenos trajes. Además de eso, se beneficia cuando quiere a la mujer de su compañero de trabajo. ¿Qué mas quieres, Baldomero?

Naturalmente, las cosas se van complicando y poco a poco la novela deriva en una historia de aprendizaje magistralmente narrada por Sillitoe: la sencilla historia de un joven que intenta encontrar su camino en una sociedad próspera que, paradójicamente, no parece ofrecer otra salida que la rebeldía o la sumisión.

El que fue rebelde una vez, lo será siempre. No se puede evitar. Nadie puede negarlo. Y es mejor ser un rebelde, más que nada para demostrarle a la gente que no merece la pena intentar jugártela. Las fábricas, las oficinas de empleo y las aseguradoras nos mantienen vivitos y coleando, pero son trampas que te acaban tragando como arenas movedizas si no vas con cuidado.

Una de las características de la corriente de los “jóvenes airados” era el rechazo a lo que consideraban cierto amaneramiento de la prosa, así como el distanciamiento entre el arte y la sociedad. Un país no puede ir a la guerra, sacrificar centenares de miles de vidas, sufrir bombardeos noche y día, y seguir teniendo como referentes literarios y artísticos a los modernistas de principios de siglo. Joyce, Eliot, Woolf, todo eso está muy bien, sí . ¿Ulysses? Tremendo libro. ¿La Tierra Baldía? Pedazo de poema. ¿La señora Dalloway? Uf, impresionante corriente de consciencia. ¡¡¿¿PERO ES QUE AQUÍ NADIE ESCRIBE NORMAL??!!

Afortunadamente, allí estaba Alan Sillitoe, que, en libros como este Sábado por la noche y domingo por la mañana, escribía en un lenguaje llano y sencillo lo que le sucedía a la gente llana y sencilla. Y lo que le sucede es que llega un momento en que, por increíble que parezca, emborracharse y fornicar no le basta. Tiene que haber algo más.

A mi juicio, éste es el aspecto más interesante del movimiento de los airados, esa mezcla de rebeldía social y angst adolescente. El obrero está triste, ¿qué tendrá el obrero? ¿De qué te quejas? ¿Acaso no tienes tu trabajo, con tus vacaciones y tu seguridad social? Es evidente que dar credibilidad y prestigio a una corriente literaria que protesta porque todo va demasiado bien no es fácil, por lo cual la mayoría de los autores optó por dar voz a unos personajes que hablaban por sí mismos, y no en nombre de su generación.

El primer gran acierto de Sillitoe es, sin duda, el retrato de Arthur Seaton, en el que, a pesar de que el personaje en cuestión tiene 22 años, muchos reconocemos parte del adolescente que fuimos. Arthur tiene poco de héroe: no se nos antoja precisamente altruista o considerado, bebe como un cosaco, nunca dice que no a una buena pelea, huye de cualquier tipo de compromiso con las mujeres, y tiene un concepto un tanto rancio de la nobleza. Sin embargo, este lector no puede evitar sentir cierta afinidad con este joven que, carente de cultura (no ha leído a Joyce), sí es muy elocuente y tiene las ideas claras.

La ambigüedad moral que muestra Sillitoe hacia su personaje es su otro gran acierto literario. Es evidente que el autor simpatiza con Arthur, pero al mismo tiempo evita hacer de él un personaje admirable y, desde luego, no nos lo presenta como una víctima del sistema. Arthur es como ese cabroncete que todos conocemos, al que apreciamos si es amigo, y odiamos si no lo es. Esa ambigüedad se extiende también al desenlace de la novela, que, evidentemente, no voy a revelar. Sí diré que el sábado por la noche nos deja con la cabeza dando vueltas, y que el domingo por la mañana, que ocupa apenas la última sexta parte del libro, invita a ser leído mientras nos tomamos un remedio contra la resaca (todos conocemos alguno) e intentamos aclararnos las ideas.

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