Alma y la isla, de Mónica Rodríguez

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La literatura juvenil, hoy en día, ya no se centra únicamente en aspectos narrativos cercanos al territorio de la fantasía, de la ciencia ficción, de ese concepto que hace que los más jóvenes se evadan de la realidad. Cuando yo era pequeño, la variedad de títulos escaseaba y no era posible encontrar muchos títulos que te contaran, de una forma real, lo que sucedía en el mundo. Para ello, tenías que irte a los libros de conocimiento que inundaban aquellos espacios que eran las librerías y en las que podía pasarme horas investigando sus estanterías. Hoy en día, afortunadamente, los autores han puesto su mirada en situaciones que todos conocemos, que son nuestro día a día – bien sea en los periódicos, en las noticias, en cualquiera que sea el medio de comunicación – para atraer a un público sobre las problemáticas que, para algunas personas, llenan sus días. No quiere decir esto que una vez que entremos en el mundo de Alma y la isla nos vayamos a encontrar una historia llena de tristeza y desazón, aunque haya elementos de ello, sino que lo que se nos va a presentar es un cuento tan real como nada inventado de lo que la vida de los inmigrantes ha sido, es y, mucho me temo, no dejará de ser por mucho que pase el tiempo.

Alma es una niña negra que llega en patera. Otto no entiende lo que dice, pero eso no es impedimento para que se cree un lazo que hará que, mucho más allá de los kilómetros, de la realidad, o de las culturas, sientan que son personas que jamás se olvidarán.

Suelo introducirme en la literatura juvenil por un motivo muy concreto: no me gusta olvidar de dónde he venido. O, si se prefiere, de dónde he aprendido todo lo que soy ahora. Mónica Rodríguez, como ya decía al principio de esta reseña, ha conseguido que la realidad se convierta en un cuento para niños donde, aunque la fantasía aparezca en pequeños detalles, las distancias entre los seres humanos se olvidan y lo único que importan son los sentimientos. Porque de lo que aquí hablamos es de inmigración, de lo que sucede cuando alguien debe salir de su país, en condiciones infrahumanas, pero también de lo que el futuro puede depararles, de lo que nos cuesta entender que hoy en día sigan sucediendo todas estas cosas que, en un mundo previsiblemente civilizado, no debieran darse. Y es que Alma y la isla nos permite evadirnos, lo consigue, pero también transforma la lectura en un paseo por todo lo real – y complicado – que tiene el mundo. Porque somos complicados, y la literatura debe ejecutar siempre su papel de hacernos conocer lo que nos rodea. Y en ese papel de recuperar lo que fuimos, lo que somos, lo que debemos entender, son libros como éste los que terminan por hacerse un hueco en nuestros cuerpos recorridos por algún que otro escalofrío.

Se trata, entonces, de abrazar lo que nos depara Alma y la isla sin ningún tipo de prejuicio. ¿Por qué, a veces, los padres tienden a pensar que los pequeños, los jóvenes, no deben meterse en historias que nos cuenten lo que sucede en la vida real? ¿Es necesario que desde pequeños nos evadamos completamente de lo que nos rodea? No lo creo. De hecho, yo eché de menos todas esas historias cuando cogía los libros por primera vez. Mónica Rodríguez invita a todos a conocer lo que puede ser una historia de amor, una historia de amistad, que puede ser lo que, al final, la mente de cualquier joven pueda crear. Porque la literatura se convierte, de la mano de este libro, en una historia poderosa, llena de verdad, de esa belleza que también puede encontrarse en un rostro de otro color, con otra historia, con otra cultura, en definitiva, en otra vida que no se diferencia en mucho de lo que somos nosotros.

2 comentarios en «Alma y la isla, de Mónica Rodríguez»

  1. Qué manía la de denostar un tipo de literatura (la de fantasía, la de ciencia ficción) para ensalzar otra (la realista). Como si el buen realismo no pudiera sostenerse por sí mismo…

    Que la fantasía aparta a los lectores de la realidad es una crítica cliché y quebradiza por largo tiempo discutida, tanto por lectores como por especialistas. El propio J.R.R Tolkien se refiere a ella en su ensayo On Fairy Stories, a propósito del confuso concepto de “escapismo”. El problema es confundir la liberación del prisionero (lo que permiten las buenas obras de fantasía) con la huida del cobarde (lo que propician las obras comerciales de fantasía). Tal vez el autor de este texto podría leer novelas como “La historia interminable” de Michael Ende, que ejercer una crítica feroz a la evasión total del mundo real, sin abandonar por ello su profundo amor por la imaginación y la necesidad que tenemos de ella por el solo hecho de ser humanos. Y la verdad es que, personalmente, nada me ha recordado más quién soy y de dónde vengo que la buena fantasía.

    Curiosamente, uno de los aspectos que más valoro del trabajo literario de Mónica Rodríguez es que tanto su depurado y poético estilo como la forma en la que aborda ciertos temas me recuerda a los de algunas de mis obras de fantasía infantil y juvenil favoritas. Y si bien me encantaría leerla más en ese tono, al que al parecer se acerca en su novela “Las flores de Irina” (aún no la termino), no tengo ningún problema en disfrutarla desde su visión realista.

    Quizá, en la medida en que dejemos de odiar la fantasía, podamos ir dándole espacio a aquellas obras que trabajen desde ese imaginario, para que puedan ir poco a poco alcanzando la notoriedad de las realistas. Porque su calidad, al menos en casos específicos, ya la tienen.

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