Pólvora mojada, de Isabel Kreitz y Konrad Lorenz

Pólvora mojadaSi nuestros abuelos tuvieron que espabilarse como pudieron para sobrevivir en los años de posguerra, si hubo un éxodo del campo a la gran urbe que cambió para siempre nuestra sociedad, si el extrarradio de nuestras ciudades crió leyendas como el Vaquilla o el Torete, y si los que crecimos en los 80 nos curtimos en barrios de quinquis, conciertos heavies y bares musicales, explíqueme alguien por qué en nuestra lengua no existe un adjetivo con la misma carga semántica que tiene en inglés la palabra streetwise, que viene a querer decir, pues eso, alguien que sabe en qué kiosco te dan más regaliz por un duro o a partir de qué hora no conviene entrar en esos futbolines.

Un niño necesitaba tener sabiduría callejera, por llamarlo de alguna forma, para sobrevivir en el Hamburgo de posguerra, una ciudad devastada por los bombardeos aliados, donde escasea la comida, abundan las ratas y en cualquier esquina se puede ver a mujeres ofreciendo sus servicios. La guerra se ha llevado a los hombres, y los pocos que regresan lo hacen tullidos, desfigurados o con un trastorno psicológico que dificulta su reintegración en la sociedad. Pero los niños, niños son, y que mamá tenga que dedicarse al trapicheo para poder traer dos patatas a casa poco importa mientras tengamos nuestras calles, nuestras peleas, nuestros cromos y nuestra calenturienta imaginación, que para esos somos sabios callejeros.

Con un trazo a un tiempo minucioso y desenfadado, y con un uso magistral del carboncillo, Isabel Kreitz, alemana y de Hamburgo, para más señas, nos ofrece una historia que en su primera parte, como suele suceder con las memorias de infancia, está llena a partes iguales de magia y crudeza, mientras en su segunda parte, como suele suceder con las memorias de adolescencia, la magia se esfuma y nos deja con una sonrisa lela en la cara. Pólvora mojada, adaptación de las memorias del autor alemán Konrad Lorenz, se centra en las andanzas de Kalle, un niño que apenas recuerda a su padre, desaparecido en la guerra, y que vive con su madre y su abuela. La ausencia del padre poco afecta a nuestro héroe, cuyas preocupaciones se centran en lo que traiga el día, que puede ser un tebeo, un espectáculo de lucha o una nueva revelación sobre la anatomía femenina. Y en ésas andamos cuando se presenta el padre, que vuelve a casa sin palabras, derrotado y con una obsesión  por los estantes.

La aparición de un padre al que no conocemos no es fácil para nadie, pero en San Pauli, el barrio revolucionario y vicioso por excelencia de Hamburgo, esa tragedia familiar empequeñece ante el espectáculo de la vida. No cabe duda de que, tanto o más que los recuerdos de infancia y del paso a la adolescencia, con Pólvora mojada Lorenz y Kreitz han querido rendir homenaje a ese barrio fascinante, retratado hasta la última baldosa, por el que, en aquellos años de posguerra, se paseaba Louis Armstrong; donde, un par de décadas más tarde, empezaron a darse a conocer cuatro chicos de Liverpool, y por cuyas calles uno puede elegir entre los escaparates de prostitutas de la Herbertstrasse y ver al Manazas reventar una rata estrellándola contra la pared.

Quizá los momentos que marcan nuestra vida no son los que pensamos que deberían ser, o quizá nuestra memoria es algo torpe al escoger los recuerdos. El retorno del padre ocupa mucho menos en las páginas de esta impresionante novela gráfica que, por ejemplo, el baile que conduce a Kalle a su primer polvo, o que la gran decepción que se lleva tras sus encuentros con el Señor Estrangulador. La infancia es muchas veces así, una decepción tras otra con algún caramelillo por en medio, preparación imprescindible para los desencantos venideros. Pero por muy sórdido o duro que pudiera ser antaño ese tránsito de la infancia a la adolescencia, la pólvora que se moja siempre acaba secándose. Con ella escribió Lorenz estas memorias, tan suyas y tan universales, que el lápiz de Isabel Kreitz ha convertido en una obra extraordinaria.

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