El ocupante

El ocupante, de Sarah Waters

El ocupante¡Chist! ¿Qué ha sido eso? En el piso de arriba… Habrá sido el viento. ¡Pero si está todo en calma! Chssst… ¡otra vez! ¿Quién es? No hay nadie más… Pero, entonces… ¿qué es ese ruido como de pasos? ¿Y esa mancha negra en medio de la pared…?

¿Qué o quién ocupa las habitaciones de Hundreds Hall, esa mansión victoriana de fastuoso pasado y lamentable decadencia? Sus estancias y oscuros pasillos parecen extrañamente habitados, y no sólo por sus legítimos dueños y moradores, los supervivientes de la familia Ayres: la señora de la casa y sus dos hijos, Caroline y Roderick, con su perro Gyp.

 

Familia de terratenientes, rica y privilegiada años atrás, ahora subsisten como pueden y tratan de mantener la dignidad que corresponde a su pasado, pero la desgracia se ceba con ellos: la señora, vieja y delicada, aún sufre por la pérdida de una hija; Roderick ha vuelto de la guerra lisiado y en un extraño estado de postración nerviosa; y Caroline, excéntrica e independiente, no ha encontrado marido.

Estamos en la Inglaterra de 1947, en la posguerra y en la encrucijada entre el fin de los grandes terratenientes y el ascenso de la burguesía, el Partido Laborista y grandes cambios sociales: el establecimiento del sistema nacional de salud y la Seguridad Social. No es casualidad que el protagonista y narrador sea médico. Es el doctor Faraday, un hombre de origen muy humilde que ha conseguido medrar -hasta su propio “techo de cristal”, en este caso impuesto por el sistema de clases- hasta convertirse en médico rural respetado en su pequeña sociedad, que no es otra que la de Hundreds Hall, mansión que él conoce desde pequeño y que lo ha tenido fascinado desde entonces.

Jamás ha vuelto a poner los pies allí, hasta que un día de verano lo llaman con urgencia: la criada de los Ayres, Betty, está enferma… de miedo.

Sí, algo o alguien ocupa Hundreds Hall. Se manifiesta de forma insospechada, casi tan elegante como en tiempos lo fue la familia Ayres, en forma de crujidos, sombras, quemaduras en paredes y techos y, ocasionalmente, de formas más estridentes.

Y, ¿adivinan?, será el médico, el científico, la persona ajena a la familia, el doctor Faraday quien se convierta en testigo de esos fenómenos. Y, a través de él, nosotros. Pero, ¡ay!, ¿es el buen doctor un testigo y, a la postre, un narrador del que nos podamos fiar? ¿O acaso esconde también él, como los miembros de la anacrónica y un poco siniestra familia Ayres, más secretos, más deseos reprimidos y más oscuridad de la que quiere dejar traslucir?

Sarah Waters (Gales, 1966) nos da una lección de cómo escribir una novela con su “El ocupante“. Combina varias historias de decadencia, de tal forma que se desarrollan como ondas acuáticas a partir del choque con un solo guijarro; con naturalidad, formando un solo cuerpo. Se demora en detalles de las vidas de los personajes y en la lenta, socialmente convencional e íntimamente atípica seducción que va teniendo lugar entre Faraday y Caroline, detalles todos ellos que se leen con una fascinación casi hipnótica, como un suspiro detrás de otro, así de rápidas pasan las páginas. Describe también con mimo sucesivas escenas con un punto en común: las obsesiones, casi siempre destructivas, que carcomen a cada uno de los personajes y que marcan su destino.

El ocupante” es, en efecto, una típica historia de fantasmas victoriana, si el lector quiere; pero, sobre todo, es una potente historia de decadencia social y personal, de sueños frustrados y de pulsiones oscuras y amenazantes. Decepcionará a quienes esperen una historia llena de sensaciones fuertes al uso de los cuentos de terror; pero satisfará inmensamente a quienes se deleitan con las buenas historias del mejor misterio, el misterio del alma humana y sus profundidades. Combina el sentido de lo siniestro de un Poe con la maestría para la observación del misterio humano de una Rendell o una Highsmith. (Además de esto, y como nota personal, este libro fue mi mejor amigo en unas horas muertas que pasé esperando en Heathrow a un vuelo que partía con retraso).

Se merece un 10 sin vacilaciones ni reparos. Y, aunque no he leído nada más de Sarah Waters, por todo lo que demuestra en esta gran obra, sé que se trata de una escritora como hay pocas en la actualidad.

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