Las hermanas Makioka

Las hermanas Makioka, de Junichiro Tanizaki

Uno de mis directores de cine preferidos es el japonés Yasujiro Ozu. En mis buenos tiempos de filmotequero, pude disfrutar de muchas de sus películas, la mayoría de las cuales giran alrededor de la familia. El cine de Ozu se caracteriza por su ritmo lento, su frecuente tono nostálgico, sus planos sosegados, y por el drama contenido que se adivina entre las escenas.

Al leer Las hermanas Makioka no pude evitar acordarme de aquellas tardes de filmoteca, e incluso recordé una película titulada Las hermanas algo, así que me remití a san wikipedia. No, las hermanas eran dos y se llamaban Munekata, y, a pesar de las grandes similitudes entre Ozu y Tanizaki, no tenían nada que ver con las que nos ocupan, que eran cuatro y que… pero empecemos por el principio.

 El título de este libro no engaña, y la mayoría de las lenguas a las que se ha traducido la obra se han inclinado por éste, mucho más explícito y claro que el original, que es algo así como “nieve ligera”. Esa nieve se refiere, en realidad, a la flor de los cerezos al caer, que recuerda a los copos de nieve al caer. La peregrinación anual a los cerezales es una tradición milenaria en Japón, donde las familias hoy en día se pueden informar a través de la Agencia Meteorológica del momento y lugar ideal para ver los cerezos en flor. El simbolismo del cerezo en flor es recurrente en el arte japonés, donde representa la belleza y lo efímero de la vida, y a lo largo de Las hermanas Makioka, asistimos con los personajes en varias ocasiones a tan bello espectáculo. La visita anual a los cerezales marca el paso del tiempo. Del mismo modo que uno sabe qué hizo aquella Nochevieja, para la familia Makioka los cerezos en flor se convierten en el punto de referencia entre los diversos acontecimientos que componen sus vidas.

 Las hermanas Makioka nos recuerda mucho a algunas obras centroeuropeas de fin de siglo. Tanizaki nos narra el final de una época y el colapso de todo un imperio a través de la historia de una familia, del mismo modo que lo hicieron Zweig, Joseph Roth, Robert Musil o Miklos Bánffy. Al igual que el Austro-húngaro, el Imperio Japonés no veía la que se le venía encima, y se embarcaba alegremente en una guerra con China al tiempo que se aliaba con la Alemania nazi y la Italia de Mussolini.

 Las referencias a la guerra con China son constantes, aunque muy veladas, y no se habla más que de “incidentes”. Por su parte, el Pacto con Alemania, tan remoto y ajeno que jamás se menciona, está representado por la entrañable familia Stolz, vecinos de los Makioka, y cuyos niños son inseparables compañeros de juegos de la pequeña Etsuko. Tanizaki, no obstante, se abstiene en todo momento de intervenir y hacer juicios de valor sobre la deriva militarista que tomaba el emperador, y yo prefiero atribuir esa actitud más a su carácter como escritor, paradigma de la discreción, que al miedo a la censura. La novela empezó a publicarse por entregas en 1943, con un país metido de lleno en la guerra, una Alemania aliada que todavía parecía invencible, y un horror atómico que era aún inconcebible. La publicación, de hecho, fue prohibida hasta en dos ocasiones por el Ministerio de la Guerra, y sólo tras el final de la contienda pudieron publicarse los tres volúmenes.

 Al lector occidental, Las hermanas Makioka le resulta mucho más próxima de lo que la etiqueta “literatura japonesa” le puede hacer pensar. No sólo comparte ese espíritu de fin de siècle con los ya mencionados Zweig o Roth, sino que también nos recordará mucho, en su argumento, a las novelas de, ni más ni menos, Jane Austen. Porque, en líneas muy generales, la historia que se nos cuenta podría resumirse en “cómo casamos a nuestra hija”. La hija en cuestión es la tercera, Yukiko, a la que ya se le está pasando el arroz, y que está haciendo esperar a la siguiente, la díscola Taeko. Los Makioka, una familia de clase alta venida a menos tras la muerte del padre, han tardado en aceptar que ya no pintan tanto en la sociedad, y por eso han ido rechazando a un pretendiente tras otro. Ahora se encuentran con que quedan pocos candidatos de la clase social adecuada, que estén libres, que no sean unos yayos y que estén dispuestos a casarse con una chica que, inexplicablemente, sigue soltera a los 31 años, y cuya familia tiene una mácula debido a un episodio pseudoescandaloso.

 Los cada vez más escasos candidatos se ven con Yukiko en sucesivos miei (una especie de reunión entre familias que no es sino un examen mutuo) que acaban en fracaso.  Mientras tanto, Taeko se occidentaliza y rompe poco a poco con la tradición, lo cual pone en peligro el futuro matrimonial de su hermana. El argumento es así de sencillo, pero, naturalmente, nos cuenta mucho más.

 El mundo como lo conocemos, el de la rígida tradición, la sencilla ciudad de Osaka, la familia como eje de la sociedad, se tambalea ante la avasalladora modernidad de Tokio, que las hermanas odian. Un acontecimiento histórico como la terrible inundación de Kobe intensifica la sensación de final de una era que se cernía sobre el país. Tanizaki, sin embargo, se limita a describirnos el conflicto de manera exquisita, sin alaradas estilísiticas y como oculto tras los cerezos y el teatro kabuki. El autor no idealiza ese mundo que se hunde, y queda claro que no participa de esa sociedad fuertemente machista, represantada por un vividor cobarde y calavera como Okubata. Al otro lado, el humilde y valiente Itakura, un joven que ha vivido en los estados Unidos, y que se ha formado por sus propios medios. Tatsuo, que ha de elegir entre uno y otro, debe decidir también si quiere convertirse en el punto de unión o de ruptura entre los dos mundos.

 Tan sencillo, tan antiguo y tan profundo. Pero es la escritura de Tanizaki, pausada cual ceremonia del té, bella como los cerezos en flor, lo que han cautivado a este lector, que se ha leído las casi 600 páginas en cuantro sentadas. Y no puedo por menos de señalar que, quizá como última nota de ese mundo que se acaba, el exquisito y sensible Tanizaki decidió darle a un libro tan hermoso, nostálgico y poético como éste una de las últimas frases más prosaicas que se recuerdan.

 Siruela cuida mucho sus ediciones, y el papel que utiliza en sus publicaciones huele que es un primor. Sin embargo, en esta ocasión hay que lamentar que el libro no haya sido sometido a una revisión más exhaustiva. Sin menoscabo de la traducción en sí, resulta difícil disculpar la cantidad de erratas: “iba a allí”, “en una de aquellos”, “no tengo seguro de poder asistir”, “se marchó Osaka”, “creía que se quedada”, “se volvería a dedicarse”, por mencionar unas pocas, lastran esta, por lo demás, inolvidable novela.

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