Adiós, vieja maestra, de Rosa Clemente Martín Gil

adiós, vieja maestraSon tiempos raros los que nos han tocado vivir. Si nos llegan a decir a principios de año que acabaríamos confinados en nuestras casas sin más compañía de lo que teníamos ya en ellas, no nos lo habríamos creído. Menos mal que yo tengo una buena biblioteca y estoy aprovechando para ir leyendo todos esos libros pendientes que a una se le quedan por el camino. 

Y entre todos ellos se ha colado el que vengo a presentaros hoy, un libro que tiene un hermano pequeño del que ya os hablé hace unos meses y que dio paso a una segunda parte más… ¿cómo decirlo? ¿Esperanzadora?

Veréis, el libro en cuestión es Adiós, vieja maestra, escrito por Rosa Clemente Martín Gil, como digo, segunda parte de Yo la vieja maestra. En aquel primer libro encontrábamos una serie de relatos protagonizados por esta profesora que hizo de su profesión su vida. Y también varios relatos de otros personajes muy importantes para ella que, cargados algunos con su dosis de ficción y otros no tanto, encontraron un lugar privilegiado dentro del libro. 

En esta segunda parte nos vamos a ir a los últimos años de ejercicio de la maestra. Cinco años cargados de sentimientos, anécdotas, altibajos, despedidas y mucha esperanza, como decía un poco más arriba. Porque aunque veamos ese «adiós» en el título, lo cierto es que no es una sensación de abandono la que inunda al lector cuando se adentra en estos relatos. 

Y esto es algo muy curioso, porque casi todos relacionamos esa palabra con algo triste, pensamos que un adiós es algo doloroso en todas las ocasiones, algo que nos impide retornar a un momento en el que fuimos felices. Pero también hay que tener en cuenta que es una forma de ir avanzando por las diferentes etapas de la vida. Si no hubiera adioses significaría que no hay nuevas etapas, que todo se queda estancado y que no podemos avanzar. Por eso, quizás, más que en un mensaje de tristeza hay que pensar en un mensaje de esperanza al ver este título. 

En cuanto a lo que podemos encontrarnos dentro del libro, me remito a lo que dije sobre su parte anterior. Rosa Clemente abre su alma para contarnos esas anécdotas y no tan anécdotas de su vida como profesora. Ya en la anterior reseña comenté que la etapa del colegio fue una fase agridulce para mí. Porque los problemas en casa se hacían patentes en mi atención en clase, porque lo de socializar no era lo mío, pero también porque conocí a unas personas maravillosas que a día de hoy me acompañan y porque tuve la suerte de tener algunos maestros que confiaron en mí. 

Todavía recuerdo el día que le dije a mi profesora de Lengua y Literatura que quería ser escritora… Sus palabras amortiguaron las risas lejanas de los alumnos que pensaban que eso era una idiotez. Me animó a escribir de todo, ahí fue cuando descubrí que la poesía iba a formar una parte importante de mi vida. Y tal vez su entusiasmo, sus recomendaciones y sus palabras de apoyo fueron lo que me ha llevado a ser quien soy. 

Por eso leer a Rosa Clemente es como volver a aquella época. Donde una palabra de aliento valía más que cualquier burla o cualquier comentario ofensivo. El tener una profesora cerca que te apoya, que te valora, que sabe que no todos los niños son iguales y que cada uno necesita una atención distinta, que le gusta su trabajo y lo plasma con el dicho de «el movimiento se demuestra andando» es lo que ha hecho que me quedara prendada de esta historia. 

Porque es cierto que la etapa del colegio queda ya un poco en el olvido, queda en unos años atrás en los que hay que retroceder unas cuantas hojas en calendario. Sin embargo, aun así, creo que es una etapa que a todos nos ha marcado —para bien o para mal—. Y eso se nota en la sensación que le embarga a todo aquel que se acerca a Adiós, vieja maestra. Porque es imposible no echar la vista atrás, porque es imposible no sentirse identificado con las anécdotas y las historias que nos cuenta Rosa, porque es inevitable no acordarnos de ese niño que fuimos y que todavía descansa en nuestro interior. 

¿Qué queréis que os diga? Leer a Rosa siempre es un placer. Porque esa forma que tiene de narrar es tan… humana, que al final uno se mete de lleno en sus relatos y no es capaz de salir hasta que no termina. Porque no solo encontramos estas anécdotas escolares, también nos topamos con otros personajes varios que forman parte de la vida de la autora —o no, ahí vamos a dejar la duda— y que hace que veamos a esa profesora como lo que realmente es: una humana con muchos sentimientos y una historia que necesita plasmar en un papel. 

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