Calle del Carmen, 21, de C. L. Cuevas

En todos los rincones del mundo suceden cosas de las que no queremos ni enterarnos. Creemos que con mirar hacia otro lado y taparnos los oídos, todo cambiará. Yo me he criado en un barrio de Madrid donde era normal tener que girar la cabeza cuando veías a un tío pinchándose en un parque para niños y donde lo usual era ignorar todos los prostíbulos encubiertos que animaban las calles del barrio.

Mafias, drogas, prostitución, eso lo hay en todos los sitios, sobre todo en las grandes ciudades. Pero seríamos muy infelices si le prestáramos la atención que merecen. Es más fácil cerrar los ojos y hacer como que no existen. 

Eso es lo que pasaba precisamente en el barrio donde tiene lugar el libro del que vengo a hablaros hoy: Calle del Carmen, 21, de C. L. Cuevas. Un barrio obrero donde nada parece salirse de lo normal, hasta que un cadáver es hallado en un apartamento. Lleva ahí muchos días, muchísimos, y nadie lo ha echado de menos. Solamente cuando el olor comienza a ser insoportable es cuando los vecinos se dan cuenta de que algo raro está pasando. 

Aprovechando que el comisario Cabarga está de vacaciones en esa ciudad, se pone al frente de la investigación. Todo un fastidio para Rodríguez, un policía que se ha incorporado al cuerpo hace poco y que pensaba pasar esos días en una escapada romántica, con el fin de salvar lo poco que queda de su matrimonio. 

Estos dos protagonistas, un policía veterano enganchado al trabajo y otro novatillo que tiene la desilusión tatuada en la piel, se meterán en los bajos fondos de la ciudad para descubrir por qué un hombre obeso, con marcas de haber pasado una jornada tórrida de sexo, ha sido asesinado y nadie ha denunciado su desaparición. 

Lo primero que llama la atención de este libro es el comienzo: no hay tregua para el lector, que a penas tiene tiempo de acomodarse en el sillón. Cuando se quiere dar cuenta ya tiene el asesinato delante de sus narices. Bien, eso es bueno, pensará. En una novela negra queremos acción, cuanta más mejor, y cuanto antes, también. Así que encontrase de primeras con el cadáver que va a dar lugar a la investigación es un buen paso. 

Lo segundo que llama la atención es la forma en la que la autora describe las escenas. No se corta un pelo en describir el cadáver supurante, de una forma tan explícita que incluso el olor consigue atravesar las páginas. Esto para mí es un punto a su favor. He leído muchísimas novelas negras y creo que muchas pecan de ser poco realistas. Una escena de un crimen es sórdida, asquerosa, complicada. Y muchos autores se limitan únicamente a explicar que allí había un cadáver e incluso a pintarlo de una manera bonita literariamente hablando. Pero lo cierto es que no lo es. Y lo dice una que ha estudiado Criminología.

Cuando esto sucede, el lector ya sabe que está ante un libro que no le va a dejar respirar. Pero la verdad es que la autora juega mucho con la tensión de la trama. Esto es imprescindible. Si tenemos un libro así, que empieza directamente con un asesinato, se puede correr el riesgo de no parar de elevar la tensión, haciendo que el lector se agobie, o bien al contrario: al poner toda la carne en el asador al principio, la tensión puede verse disminuida con el paso de los capítulos. Pero C. L. Cuevas lo hace bien, muy bien. Se preocupa por darle ritmo a la novela, por meter otras intrigas intercaladas que hacen que la tensión suba y baje a su placer. El resultado es que el lector se enganchará enseguida a todo lo que sucede en el libro, sin tener una sensación de ahogo porque la tensión sea demasiado elevada y plana al mismo tiempo. 

Esto, junto a la extensión de los capítulos —que no resulta demasiado extensa, aunque tampoco podría considerarse como corta— y la narración limpia y ágil que tiene la autora, hace que sea un libro muy asequible de leer. Y a mí este calificativo, asequible, me parece de lo mejor que se puede decir de una novela negra. Me he encontrado con libros de este tipo que, gracias a una narrativa engorrosa o a unas descripciones demasiado abundantes e innecesarias, se convierten en libros que da pereza leer. Así que me alegré mucho cuando pude comprobar por mí misma que la autora se había decantado por dar lo que el lector necesita, sin meterse en narraciones complicadas ni cosas innecesarias. 

Me vais a permitir que me centre un poco en la ambientación. Como cántabra adoptiva que soy, he creído reconocer las calles de Santander en este libro. No se dice en qué ciudad se desarrolla la acción, pero estoy casi segura de que es la capital cántabra. Es más, mi mente se ha ido directamente a Cueto o algún barrio santanderino de este estilo en cuanto he empezado a leer. Pero, como digo, esto no llega a especificarse. Lo que sí se ve muy bien es que esto sucede en un barrio donde los vecinos se conocen a pies juntillas, donde las conversaciones a través de las ventanas son el pan de cada día y donde los niños corretean por las calles sorteando los coches y los peligros que acechan en cada esquina, aunque no se quieran ver. 

Y aquí entra el apunte que hacía al principio de la reseña. Los que se hayan criado en un barrio conocerán esta sensación perfectamente, la de no querer ver el peligro. En Calle del Carmen, 21, parece que nada malo puede pasar, hasta que pasa. Y una vez que ha ocurrido, todo el mundo se echa las manos a la cabeza porque todos se lo olían y, quizás, hasta podría haber sido peor. 

En definitiva, es un libro que te gustará si te van las novelas policíacas donde la relación entre los dos policías es esencial en el desarrollo de la trama y donde los bajos fondos de una ciudad se convierten en el escenario perfecto donde cualquier cosa es posible.

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