Los cuentos de Linnet Muir, de Mavis Gallant

Los cuentos de Linnet MuirCuando leí en el prólogo que, al igual que la selección y la traducción, firma Inés Garland una reflexión de Mavis Gallant sobre la infancia  (hay un temblor bajo los pies cuando un adulto en el que confiamos dice una cosa y hace otra) supe que me iba a gustar. Sin embargo no imaginaba que lo iba a hacer tanto, o de tantas formas, porque en Los cuentos de Linnet Muir hay mucho más que un entrañable retrato de la infancia.

Estos relatos pasan por ser los más autobiográficos de los escritos por la autora, y hay una cierta obsesión por las relaciones familiares insatisfactorias, por esa madre en la que resulta difícil encontrar no ya instituto maternal sino el mínimo cariño hacia su hija, la del padre ausente, fallecido, la soledad del niño tratado como un estorbo, dejado en unas manos y otras con tal de no hacerse cargo de él. De ella en este caso. La distancia y la frialdad, esas dos armas de destrucción masiva de la infancia. Sin embargo los relatos van más allá porque no muestran solo esa etapa de la vida de Linnet Muir sino que también se adentran en el comienzo de su vida independiente, y lo digo así en lugar de denominarla adulta porque aunque lo fuera, el paternalismo imperante en la sociedad que retrata hace que el retrato parezca en el de una niña en un mundo de hombres.

Tiene Linnet Muir una voz propia, contundente al tiempo que divertida, muy divertida por momentos, de hecho, pero con un trasfondo de dolor, de herida no cerrada aunque sí superada gracias a una personalidad en formación, pero ya fuerte. 

Una de las facetas más atractivas de esta colección de cuentos es el retrato de la sociedad canadiense de la primera mitad del siglo XX, una sociedad profundamente hipócrita, notablemente machista y con una división entre angloparlantes y francófonos que roza el abismo, pero literariamente fructífero. Resulta interesante leer ese espíritu victoriano, o eduardiano, tan británico, ese papel autoasignado de garantes de la civilización y esa arrogancia que proporciona el sentirse superiores, en una sociedad en la que tanto social como económicamente no lo son. Tal vez sea el orgullo lo último que se pierde, y ni sabría decir si eso debería ser digno de admiración o de lástima.

Una de las aportaciones literariamente interesante es la de los “hombres de remesa”, una figura al parecer muy británica que desconocía, pero que da mucho juego. Los cuentos de Linnet Muir no solo nos muestra su existencia a través de un personaje de uno de sus cuentos, sino que nos la explica.

No me importaba la entrevista, o las miradas furtivas de los hombres. Era tímida, pero no me sentía permanentemente observada. Los esfuerzos para lograr que una joven no se diera la vuelta para mirar –parte de una educación que había encontrado en cada etapa y en toda clase de colegios– habían conseguido hacerme invisible para mi misma.

La guerra también está presente, en el ambiente social pero también en muchos aspectos de la vida. Por ejemplo a ella le debe la protagonista la oportunidad de comenzar su vida laboral. La escasez de hombres, como ella debe oír a menudo, es lo que permite que las mujeres accedan a determinados puestos de trabajo, bien que con sueldos de la mitad de sus anteriores ocupantes y aun así considerados un derroche. También la guerra, la posibilidad de ella, explica muchas cosas sobre la educación y consecuentemente con la forma de ser de aquellos canadienses:

Pueden partir a hacerse matar como si no les importara; pueden despedirse de sus hijos que van a la guerra sin pestañear. Su educación está hecha a propósito para una crisis. Cuando esta llega, se comportan como se debe, pero es la muerte en la vida cotidiana, un asesinato. La muerte del corazón y el espíritu contamina el paisaje. Sin embargo, mantener un rostro impasible vuelve tolerable la vida bajo presión.

Hay momentos francamente divertidos en Los cuentos de Linnet Muir, como por ejemplo cuando la protagonista explica su trabajo en un periódico en el que tiene encomendada la tarea de redactar descriptivos pies de foto. Dicho así no esperaría uno que pudiese dar para tanto.

Mavis Gallant trabajó como periodista y a los 28 años, en 1950, se fue a Paris a vivir de su escritura, lo que define claramente su coraje. Afortunadamente lo consiguió y se publicó habitualmente en The New Yorker. Yo no la conocía pero no me sorprende que nos llegue ahora, porque tiene una voz muy moderna. Leerla no es sólo en cierta manera rendir un homenaje a la literatura de calidad, sino también al coraje de esas mujeres pioneras que lograron hacer oír su voz en un mundo de voces masculinas, y triunfaron con ella. 

Andrés Barrero
@abarreror
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