Bienvenido de vuelta a los quince años. A los pasillos polvorientos de las bibliotecas públicas por el día, a los primeros canutos en el parque las noches de sábado. A las copias desportilladas de El almuerzo desnudo, de Los vagabundos del Dharma, a la extraña traducción del Aullido, al rarísimo Moksha de Huxley, descubierto en los ratos en los que nos negábamos a leer a Miguel Hernández. A las canciones de Nirvana en cintas de 90 mal traducidas sobre cuartillas de papel cuadriculado, a los anuncios del Plan Antidroga. Nunca supiste de qué iba aquello en verdad, eran tus hermanos mayores los que habían corrido delante de los yonquis, los que habían jugado entre las jeringuillas, y algún primo lejano el que se había enganchado con la mierda que se intuía de tarde en tarde en algún paseo por el barrio chino, desmantelado por la fiebre del ladrillo. No estabas allí, casi nadie estaba allí ya porque la mayoría yacían bajo tierra. Pero bueno, casi nadie puede decir que estuviera en el hundimiento del Titanic y a la gente le encanta leer historias sobre ello, ¿no?
Bienvenido al eslabón perdido entre la Generación Beat y la Generación X. Sin querer, o completamente a propósito, has llegado al fondo de la cueva, al meollo del relato, estás en presencia del penúltimo de los malditos escritores auténticos. Hubert Selby Jr. Un adicto, un enfermo crónico desde los veinte años, un despojo de la sociedad que no servía absolutamente para nada y sin embargo tenía talento para una única cosa. Pero vaya talento.
Réquiem por un sueño no es una historia más sobre drogadictos. Es la Biblia del tema contada por el mejor de los apóstoles. Azul casi transparente, bien, aunque se queda un poco corto. El almuerzo desnudo, vale, pero no hay Cristo que lo entienda. Réquiem te abre las puertas al universo de la adicción y te regala una visita guiada de la mano de Harry Goldfarb y su compinche Tyrone C Love. Dos auténticos perdedores en su camino hacia el desastre definitivo, trescientas iluminadas páginas de ansia y autodestrucción. Una patada en los cojones del sueño americano.
Seguramente ya habrás pasado página y estarás leyendo algún ruso muerto o a los modernos más esnob, pero si comienzas Réquiem recordarás que una vez leímos por rebeldía y que en el fondo la literatura siempre, y digo siempre, tendría que acercarnos a las yemas de los dedos aquello que no nos atrevemos ni siquiera a mirar de lejos. Y además tampoco te quedarás tan lejos de lo clásico. El trayecto de Harry y Tyrone en su plan por medrar en el narco y el retrato de las esquinas oscuras de Nueva York no son más que escenas del descenso a los infiernos de Dante; el patético intento de Sara Goldfarb, la madre de Harry, por adelgazar para salir en televisión, una reinterpretación del mito de Sísifo, y la inmolación de la bella Marion recuerda a todas las Ofelias que ha tenido la literatura.
Réquiem por un sueño resulta arrolladora de inicio y parece que va a derivar en una narración sin control. Pero se serena y mantiene una poderosa lógica interna, iluminada (que no cegada) por las escenas en las que casi todos los protagonistas se colocan. Provoca asco y repulsión, pero sobre todo frustración: los cuatro personajes principales no hacen más que tratar de sacar la cabeza del agua y siempre terminan con ella hundida unas cuantas páginas después. Como ocurre con la película de Aranofsky que inspiró una década después, y con su melliza Trainspotting, esta mirada a las profundidades del ser humano de Hubert Selby Jr. se mantiene con el paso de los años hipnótica y atrayente.
Y nunca es tarde para asomarse al abismo si queremos recordar de qué huíamos entonces.