Yonqui

Yonqui, de William S. Burroughs

yonquiHay novelas que cambian el rumbo de quien las lee, como lo puede hacer la música cuando entra en el cuerpo que, con su ritmo, cambia el compás y lleva a un ritmo vertiginoso a quien la escucha. Serán – si mi ingenuidad no me permite mentirme a mí mismo – unas cuantas novelas las que han mantenido, a pesar del paso del tiempo, esa condición y ese cambio que se augura al inmiscuirnos en sus letras, como pequeños polizones en un barco del que ya empiezan a irse las ratas, que son las primeras siempre en abandonar cuando algún peligro las acecha. William S. Burroughs, en aquel verano en el le descubrí, convirtió una pequeña lectura – por su extensión no por lo que conlleva – en esa especie de fantasma que persigue pero no agarra, en ese tipo de susurro que eriza los pelos que nacen en la nuca, recorriendo la espina dorsal y terminando con el poco alivio que nos queda, ese que se da al respirar después de muchas sensaciones, y que el cuerpo no es capaz de aguantar. Porque al fin y al cabo, la lectura es algo así como la droga máxima para alguien que ama los libros demasiado, y en esta historia de viajes, de colocones, de subidas y bajadas causadas por la droga, por la heroína, por la búsqueda de una droga milagrosa que no dañe el cuerpo y ni siquiera la mente, comprenderemos que allá por el 53, año en el que esta novela fue publicada, han pasado tantos años, pero en realidad casi todo sigue igual porque la adicción, la llamada a filas de lo que nos acerca un poco más a la muerte, sigue caminando a sus anchas por las calles y bares nocturnos, y por las vías anchas que recorren nuestro cuerpo. Ahí, en nuestras venas, es donde se encuentra la verdadera historia escondida.

Los libros marcan las épocas, las describen, las diseccionan como si fueran cuerpos en la morgue y después, cuando las generaciones avanzan y se convierten en lo que son, marcan un punto de inflexión entre lo conocido y lo que está por venir. Yonqui que, como título profético, nos arranca de la normalidad y nos mete de lleno en la vida de un drogadicto que se pasea por las calles en busca de su dosis diaria, es un perfecto cuadro donde la sociedad de la época vivió los excesos – demasiados excesos – y corrompió sus fluidos en busca de una felicidad falsa donde la droga se convirtió en el camino empedrado con miserias y otros desbarajustes. Si alguien ha leído a William S. Burroughs alguna vez sabrá que su forma de escribir no es fácil, directa sí, pero no fácil. Como suelo decir: no apto para todos los estómagos. Una especie de biografía en la que las drogas son un camino por el que pasear sí, pero también una especie de huida hacia delante, para verse propulsado hacia atrás poco tiempo después. Porque vivir, ya lo han dicho muchas veces, es acercarse a trompicones a una muerte segura, y en ese intervalo entre que llega la vida y se acerca la muerte, nosotros elegimos cómo queremos pasear.

La adicción lleva a extremos inimaginables, y aunque la vida posee siempre esa especie de anclaje a la realidad, la evasión, el sueño lúcido o no que dan las drogas mantiene aquí a William S. Burroughs en una pequeña biografía donde el camino está plagado de zonas oscuras, de mierda en la que revolcarse, de caídas y recaídas que prologan una vida abocada a la más absoluta miseria, o quizá no, puede que Yonqui se convirtiera en lo que se ve, en un alegato, en las palabras de un autor que vivió la droga como una especie de mudanza de su propia existencia, vagando por rincones desconocidos para la mayoría, poniendo el foco de luz sobre esos pequeños espacios que nublan el juicio y que se convierten en decepciones, en simples batallas que se solapan con la heroína, con otras drogas, con el tráfico y los robos, en una pequeña linterna que con su haz de luz complica lo que quería permanecer escondido. Una especie de trayecto, una carretera al infierno, al más cotidiano, al que se esconde tras los edificios en ruinas, o incluso en las casas done el calor de un hogar no es tal, pero lo parece. Una imagen que, tras años de haber sido leída, sigue vigente por lo que dice, por cómo lo dice, y por cómo, tras las luchas, tras la podredumbre, consigue trasladas al lector a un universo que, no lo neguemos, es mejor no haber conocido.

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