Animales invisibles, de Gabi Martínez

Animales invisiblesEl punto de partida de este libro difícilmente podría ser más atractivo: ver animales que no se ven. Dicho así puede parecer insensato, pero nada más lejos de la realidad, es un proyecto viable (incluso necesario) porque el autor, Gabi Martínez, tiene un método infalible contra la invisibilidad que se basa no tanto en verlos directamente como en observar su huella en la gente y el territorio de ocupan u ocuparon, sea en la realidad o en la fantasía, que en eso de dejar su impronta en el imaginario colectivo tan válidas son la una como la otra.

Y, por supuesto, antes de entrar en faena es obligado dedicar unas palabras a algo que sí se ve, y mucho, de hecho diría que forma parte de la personalidad del libro: las ilustraciones de Ester García.

Los Animales invisibles que nos ocupan en este libro (esperemos que vengan más) son el Picozapato, la gran barrera de coral, el Yeti, el Moa, el Tigre coreano y la Danta. Sí, lo sé, me van a decir que algunos más que invisibles son fantásticos y seguro que alguna duda razonable tienen sobre si considerar no ya invisible, sino incluso animal a la gran barrera de coral, pero eso es porque no han leído el libro. Y no quiero decir con eso que la lectura les vaya a convencer de lo contrario, sino que entenderán perfectamente el punto de vista del autor.

En el capítulo del Picozapato, que abre este Animales invisibles, se expone esa bella filosofía entre humanista y poética que puede llevar a creer en lo que no se ve, y es algo muy atractivo para según qué cosas (convendrán conmigo que no es lo mismo creer en el Yeti que en un microchip incluido en una vacuna que se activa con el 5G), pero, peligros aparte, se entiende y se deja uno seducir por ella. 

Como ya he dicho, las tesis del autor se entienden leyéndole, no necesita desde luego que yo las defienda públicamente porque sin duda haciéndolo empobrecería el libro, que no es sólo un compendio de ideas y observaciones, sino que puede presumir de un talento narrativo extraordinario. Sin embargo, sí que me he quedado con ganas de comprender algo mejor y es que a mí me resulta más llamativo e interesante considerar la Gran Barrera de Coral como una suerte de ecosistema singular, una gran cooperativa animal, que como un único organismo vivo. Aunque a los efectos de leer el capítulo que tiene dedicado en Animales invisibles, esta disquisición mía resulta poco menos que irrelevante.

 

 De todos ellos, curiosamente, el que parece más instalado en el imaginario de su gente es el que tiene más probabilidades de ser una ficción, el Yeti, pero cabe preguntarse si es más visible por esa condición de imaginado (creo que recordar que Chatwin decía algo así como que la ficción no era media verdad sino verdad y media) o por una razón más sencilla, práctica y descorazonadora: porque no se come. Y no crean que es un hecho trivial, si el objetivo del libro es explorar la huella que alguno de estos animales invisibles han dejado en las sociedades con las que convivieron, el resultado de algunos de ellos es descorazonado: el Moa, por ejemplo, no tiene más reflejo en la cultura aborigen de Nueva Zelanda que ese vago recuerdo de que fue un alimento fácil de conseguir y por eso se cazó hasta extinguirlo. Y su actual presencia en la sociedad neozelandesa, culta y sensibilizada con el medio ambiente, tiene más de marketing que de emoción. Es triste que un animal invisible (por extinto) recupere la visibilidad no por un imperativo moral, científico o emocional, sino por una moda.

Aunque puestos a reflexionar, si hay una figura que incita a hacerlo de las que aparecen en el libro, no es por invisible sino por aparentemente contradictorio: el ecologista exterminador. Aunque, como todo, no hay como conocerlo para entender el concepto, su necesidad. Siempre he defendido que el ecologismo o el naturalismo (y me considero ecologista) son disciplinas que tienen sus raíces en la ciencia y la filosofía y no en simplistas derivaciones sentimentales aparentemente más inspiradas en los animales de Disney que en los de verdad. 

Animales invisibles no nos enseña solo cosas de los propios animales, también de sus entornos y de las gentes que los pueblan. De una mirada capaz de ver lo invisible no sorprende que sea capaz de ver todo lo demás. Y si hay dos capítulos que destacan en este sentido, son los dedicados al Tigre coreano y a la Danta. En el caso de Corea porque esa esquizofrenia norte-sur que viven tan intensamente parece contagiarse a su carácter, de forma que no ven contradicción en tener un animal por orgullo nacional, símbolo de sus valores y emblema de su patriotismo al tiempo que se le extermina si piedad (y en este caso no por hambre, sino por miedo, que puede que sea más triste aun). Con todo, es extraordinariamente interesante adentrarse en la sociedad coreana en general y en la zona desmilitarizada que separa ambas coreas en particular.

Y el caso de Venezuela, de la Danta, resulta si cabe más extraordinario porque nos muestra una realidad de la que prácticamente lo desconocemos todo, empezando por la propia Danta, que sin embargo forma parte de un país que goza de una presencia en nuestra prensa mucho mayor que nuestro conocimiento de ella. Hablo de la Venezuela tradicional, rural si se quiere, y de cosas como el culto a “la divina” Maria Lionza. También es curioso cómo un animal puede ser un símbolo precisamente por su invisibilidad, porque ni la Danta es diferente de los tapires de otras zonas ni el tigre coreano lo es del siberiano, sin embargo allí son algo más fantásticos que animales, algo más reales que símbolos.

Curiosamente acaba uno el libro creyendo a pies juntillas que el único de los Animales invisibles (si exceptuamos la Gran Barrera de Coral) que efectivamente llega a ver el autor, aunque sea en una grabación, es capaz de obrar un milagro. Confiemos una vez más en lo que no se ve, no es una esperanza más delirante que la que inspira mucho de lo que sí se ve.

Andrés Barrero
@abarreror
contacto@andresbarrero.es

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