Arde el musgo gris, de Thor Vilhjálmsonn

Arde el musgo grisNo sé si alguna vez se habrán parado a reflexionar sobre la expresión justicia poética, si es así seguro que cada uno habría llegado a sus propias conclusiones pero me atrevería a pronosticar que sería una minoría, por no decir que no habría sido nadie, quien hubiera pensado en la figura de un juez que, además, fuese poeta. No es que lo uno esté reñido con lo otro, sin embargo, en las contradicciones que incurre la mirada del protagonista de Arde el musgo gris se encuentran muchos de los resortes de esta original novela. Y si después de esta breve introducción ya sí han pensado en las dificultades de aunar las miradas poética y jurídica de un personaje, prueben a imaginar escribir una novela con un protagonista que, ademas de juez y poeta, sea un personaje real, una suerte de padre de la patria. De la patria islandesa, en este caso. Aunque su relevancia fuera mayor en su faceta literaria, lo cierto es que el personaje que inspira al protagonista fue un destacado reformista que trató, con escaso éxito, de modernizar la Islandia de finales del siglo XIX y principios del XX.

No es la del protagonista la única de las contradicciones que mueven la trama, que se basa en un juicio también real, lo cierto es que esa batalla entre la realidad como es y como debería ser infecta a muchos de los personajes, lector incluido, que se ven en la obligación de distinguir entre delito y pecado, a encontrar una salida en ese callejón desprovisto de ella que a menudo son los dilemas morales. Los acusados lo son de incesto, aunque puede que a día de hoy nos resulte un poco menos dramática esa trama de dos hermanastros acusados de mantener relaciones impropias a los ojos de su Dios, de su ley y de sus conciudadanos, y también de parricidio, ya que de sus relaciones se sospecha que nació un bebé del que se deshicieron. Ocurre que cuando el autor de Arde el musgo gris da voz a estos acusados lo hace de forma probablemente más luminosa que al resto de los personajes en el sentido de que resulta fácil ponerse en su lugar, conmoverse ante su encendido discurso de defensa del amor por encima de las leyes de los hombres, pero claro, en el caso del parricidio es más complicado. Pero cuando se ponen las cosas en contexto, cuando se pone de manifiesto la rigidez de unas normas sociales opresivas, y moralistas, empieza a entender que ellos no creyeran tener otra salida. La simpatía por los acusados, por el juez, por la propia sociedad descrita, sufre así numerosos vaivenes según avanza la investigación, o tal vez sería mejor decir el juicio.

En su camino, porque tanto el delito como el juicio se llevan a cabo en una granja remota en la que el juez pasó parte de su infancia y ahora redescubre, lee las actas de otro juicio que tuvo que sentenciar su padre años atrás, y es una decisión narrativamente inteligente porque permite comparar los casos y las varas de medir. 

Tengo que decir que, tras un inicio impactante, Arde el musgo gris no es un libro que entregue sus tesoros fácilmente, requiere de atención y esfuerzo y, como suele suceder en estos casos, si se persevera los tesoros son copiosos. Las interesantes reflexiones con las que debe lidiar el lector son gran parte de ellos, pero la descripción de la sociedad y el paisaje islandés no le andan a la zaga. 

El juez, el personaje protagonista, es verdaderamente interesante. Tiene algunas conversaciones con un pastor (un sacerdote) que en principio parecía un personaje gris que son verdaderamente interesantes sobre el propio derecho a juzgar. No sé hasta qué punto la novela es fiel al caso real, en apariencia mucho, pero si creo que puede explicar gran parte de las diferencias entre nuestros tiempos y nuestras sociedades que ni la distancia ni el clima bastan para justificar, a la vez que deja claro que, pese a  esas diferencias que convierten el escenario en sumamente interesante, hay un fondo de coincidencia en las personas y sus emociones que es común a cualquier habitante de cualquier latitud del planeta. 

   

Andrés Barrero
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@abarreror

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