No era a esto a lo que veníamos

Reseña del libro “No era a esto a lo veníamos”, de María Bastarós

No era a esto a lo que veníamos

Hay algo que atraviesa todos los relatos de No era a esto a lo que veníamos. Algo muy humano y que al mismo tiempo se nos niega en civilización: la desinhibición. Ya sea porque es expresada en su máximo exponente o porque los protagonistas intentan controlarla, como es el caso del relato Los que mantienen el fuego. Pero siempre está presente de una manera u otra. Los escenarios donde ocurre la acción son lugares desinhibidos, en el sentido de que son salvajes. Una tiene la sensación de que cualquier cosa puede ocurrir en ellos. Sitios atemporales, extensos, incluso esotéricos. Especialmente el desierto. Al igual que en Furia de Clyo Mendoza, este escenario es uno de los grandes protagonistas de estos relatos. Creo que entiendo porque María Bastarós se siente tan atraída por los mismos. Yo no he crecido cerca de ellos, pero sí al lado del mar, y la sensación que producen ambos es similar a pesar de ser opuestos. Ambos son remotos, hipnóticos y brutales. Tienen un magnetismo eterno y son medios perfectos para la desinhibición más absoluta. Y es que esa desinhibición también es adictiva.

Recuerdo con nostalgia lo mucho que disfrutaba los festivales de música en época precovid. Lo que más me gustaba no era la música, sino vivir durante cuatro días en la incivilización. Normalmente se celebraban en lugares inhóspitos. Comes mal y poco, duermes menos todavía y conforme van pasando los días se va intuyendo un predominio de zombis. Por alguna extraña razón siempre llueve, aunque sean lugares con clima seco y el barro agrava la situación de suciedad generalizada. Y precisamente por todo esto es maravilloso. Es un paréntesis dentro de la vida cotidiana. El hedonismo escala en la pirámide de prioridades, destronando a las necesidades básicas y se convierte en un marco perfecto para que las situaciones más locas se desarrollen, al igual que ocurre en No era a esto a lo que veníamos

En la mayoría de los relatos las protagonistas son niñas y mujeres y todas tienen en común que desean algo: su vida anterior, una vida nueva o ser una persona diferente. En el caso de las niñas son deseos que podrían ser adultos, pero al proceder de seres más inocentes todo se descoloca monstruosamente. No se presentan como seres malvados, pero sus deseos las aboca a desenlaces terribles. Partiendo de escenarios cotidianos, Bastarós retuerce la normalidad, hasta convertirla en algo deformado, borroso e inquietante. Se conforma un halo de malignidad que entra en las casas de estas niñas y en sus colegios, extendiéndose hacia los desiertos, polígonos y otros lugares inhóspitos. Mientras leía estos relatos recordaba la película: La cinta blanca, en donde se retrata magistralmente la violencia que ejercen unos niños en una pequeña comunidad de Alemania. No creo que los protagonistas de No era a esto a lo que veníamos sean tan perversos pero la mirada turbia y el clima enrarecido sí que me recordó a la cinta de Haneke.

La comida es un tema recurrente en todo el libro, no solo forma parte de las historias, sino que también lo apreciamos en el exterior, con la fotografía de Alpha Smoot, en la que aparece un self-service de comida mexicana que ocupa la portada. La comida es una de las cosas más cotidianas que existen, es transversal a todos y forma parte de nuestro día a día. En muchos de los relatos aparece contrapuesta con la suciedad, como es el caso del relato El día de la escopeta, en otros se manifiesta alrededor de situaciones repulsivas como en Huevas de trucha. Una asquerosidad muy disfrutable que aparece ante nosotros como un pastel suculento.

Después de leer los relatos de María Bastarós me queda claro que no necesitamos buscar en los sobrenatural o en lo fantástico aquello que nos aterra, porque lo más terrorífico ya habita en nosotros.

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