No sé si a ti te pasa pero creo que a más gente le pasa lo que a mí. Leo, creo que leo bastante a lo largo del año, pero me noto raro por no sentirme cómodo al leer esos libros que todo “buen lector” debería haber leído. Yo no los he leído. Por eso, a veces, cuando veo que se reeditan clásicos siento una extraña fuerza gravitatoria dentro de mí que me mueve a leerlos, para ver si es verdad lo que dicen de ellos, para no sentir más esa incomodidad, para borrar el miedo a lo canonizado. Y quién va a negarme que Nabokov, que vuelve a primera línea de la mano de Anagrama, no es una de esas obligaciones sagradas de todo lector.
A veces pienso que vamos muy rápido en todo, que esta generación le da mil vueltas a las anteriores, por eso me va muy bien encontrarme con libros como Pálido fuego para darme cuenta de que no, de que los rápidos han existido siempre y que no existen en función de una época sino, probablemente, de un gen. Lo que ofrece aquí Nabokov, que nos llega traducido por Aurora Bernárdez, es un excelente juego literario con el que es fácil asumir que el escritor tuviera a este libro como uno de sus favoritos. A partir de un poema inventado – Pálido fuego – obra de un poeta inventado – John Shade – que comenta un narrador (y editor) inventado – Charles Kinbote –, Nabokov nos lleva por los diferentes estratos que tiene una lectura. Soy filólogo, no sé si por suerte o por desgracia, y muchas veces, cuando iba a clase en la universidad, escuchaba aquello de que delante de un poema lo que debería hacer el lector es, en primer lugar, leérselo del tirón, casi de manera inconsciente, dejando que el poema entre por las rendijas del conocimiento sin interponer en el recorrido las barreras de un contexto; en segundo lugar, leerlo junto a los comentarios; y, en tercer lugar, volver a leerlo ya con la base o el contexto que esos comentarios han dejado en ti. Esa primera lectura es la que a mí siempre me ha interesado.
En Pálido fuego, tras un prólogo de este editor ficticio que es Kinbote, se ofrece el poema completo, sin ningún tipo de anotación. Esa es la primera lectura. Tras él, una serie de comentarios que es lo que engrandece la obra. En ellos, Kinbote se erige como editor pope para pasar por encima del poema y convertirse él en el gran creador, el creador de su historia, que en ese momento es también la de John Shade y la nuestra. A partir de una excentricidad sigilosa pero uniformemente acelerada, vamos pasando de la confianza ciega – ¿quién no confía en el editor del libro que está leyendo? – a la duda y la posterior desconfianza de alguien que parece que no está en sus cabales. Dividida esta parte en los versos que el editor quiere destacar y comentar, encontramos aquí la segunda lectura. Y entonces llega la tercera, la que se inicia con la duda de qué o a quién creer. Eso sucede con todos los libros, no solo con los poemas, y todavía más con esto que tanto tenemos aquí, las reseñas. ¿Creer lo que a nosotros nos ha parecido leer o creer lo que aquellos han creído que leían? ¿Tú o los demás?
Vale, sigo sin confiar en lo sagrado de la literatura, aunque me fastidie, pero debo reconocer que he disfrutado jugando con Nabokov. Él monta el escenario, coloca sus marionetas y empieza el juego, un juego que solo emprende el movimiento si hay alguien mirando. Tú.