Camaleón, de Carlos García “Perro”

CamaleónHace más años de lo que quiero confesar, en la excursión con mi clase de 3º de BUP que me llevó a París, una tarde me escapé del grupo y me perdí, junto a dos compañeros más, por la Rue Saint Denis. Por suerte, mis tiernos quince años, aparte de enseñarme unas pocas palabras de amor, evitaron que en aquellos callejeos hiciera una estupidez. Al regresar a la residencia del Barrio Latino donde nos alojábamos, los profesores nos echaron una buena bronca, y eso que no podían ni imaginar dónde habíamos estado. En todo caso, a menudo pienso que le debo a aquella escapada irresponsable mi atracción, aún hoy, por los bajos fondos de cualquier ciudad.

A los bajos fondos de Barcelona hace tiempo que les lavaron la cara y los peinaron. La zona pasó de llamarse Barrio Chino a ser bautizada como el Raval, y algunas de sus calles están hoy entre las zonas más cotizadas del pijiboberío. Poco, muy poco queda de ese inframundo de cabarets de mala muerte, prostitución a la caza del marine borracho y fotos descoloridas de cupletistas travestidos adornando la recepción de una pensión por horas. Quizá por eso, por la destrucción de su hábitat natural, tuvo que desaparecer Camaleón, que ahora felizmente reedita La Cúpula.

Camaleón, ya tardamos en decirlo, es una obra maravillosa en su sordidez y hermosa a su pesar. El personaje que da nombre a la obra, un matón con alma, cansado más de sí mismo (¡fijaos en esa portada!) que de esta mierda de mundo, tiene más vida en la cicatriz de su ceja que la que podamos encontrar empaquetada a presión en trescientas páginas de nuestro autor más prestigioso (ponedle nombre vosotros). Camaleón golpea, amenaza, chantajea, resuelve, mata, fuma mucho y se despide de su chica con un beso en el agujero del culo. Y el lector, fume más o fume menos, mate o no mate, viñeta a viñeta, historia tras historia, se va metiendo en la piel de nuestro personaje hasta que, como en ese episodio titulado “Buenos días”, en el que Camaleón no se quiere reconocer en esa bestia despiadada que le devuelve el espejo, lector y personaje amagan con intercambiarse a la manera del ajolote de Cortázar.

Camaleón, publicado episodio a episodio en la mítica revista El Víbora, hace gala de un dibujo seco, eficiente y mucho más complejo de lo que puede parecer. Estamos ante unas viñetas en puro blanco y negro, sin grises ni claroscuros, con gruesos bordes, primerísimos planos, perspectivas elevadas y retratos certeros basados en esos uno o dos rasgos que son los que, admitámoslo, nos definen a cada uno de nosotros. Camaleón es su nariz bulbosa, su cicatriz y su barba de tres días; el jefe, sus ojos de batracio y sus gruesos labios; Dani, compañero de Camaleón y matón sin alma, su nariz de boxeador y sus dos penachitos tintinescos.

El lenguaje es sencillo, obviamente barriobajero y, sobre todo, carente de cualquier intención lapidaria. Y en el mismo sentido, los episodios se caracterizan por terminar en unos gloriosos anticlimax. No hay épica en Camaleón porque, por mucho que el cine se empeñe en hacernos creer lo contrario, no hay épica en ese mundo. Camaleón es Cagney, es Al Pacino, pero sin esa retórica del guión de cine, que a menudo tiene fecha de caducidad. Camaleón vive.

Poca broma.

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