El joven Ludwig

Reseña del cómic “El joven Ludwig”, de Mikael Ross

el joven ludwig

De todos los genios temperamentales, incomprendidos, malhumorados, obsesionados con su arte, despeinados y alemanes, Beethoven es mi favorito. De siempre. Habré oído la Novena Sinfonía unas trescientas veintisiete veces. La Quinta y la Heroica unas cuantas menos.  La sonata del claro de luna por ahí le ronda, y repito cada vez que quiero entristecerme y compadecerme de mi vida. Si supiera tocar el piano, la tocaría a menudo.  De Para Elisa ya me sacié hace tiempo y la aborrezco.  Disfruto con la película Copying Beethoven y con libros como La décima sinfonía y con el misterio de la carta a la amada inmortal y tengo enmarcada una lámina del Testamento de Heiligenstadt. Además, pinté un busto de su cabeza (de color cobre todo entero, no me esmeré mucho, la verdad, pero era joven e inocente y de ilusión desbordante  en aquel entonces, no me lo tengáis en cuenta, joder) y una reproducción del cuadro de Warhol. Vaya, que me mola Ludwig queda claro ¿o qué?

Sin embargo, lo que más o menos sé del negro español se refiere siempre a la edad adulta, a su sordera, a su supuesto mal genio y odio por la execrable humanidad… Poco sabemos de la infancia y primera adolescencia. En El joven Ludwig Mikael Ross toma como referencia los diarios reales que escribieron los vecinos del piso de debajo de los Beethoven en Bonn para plasmar un cómic que es una puta gozada de principio a fin. Con un dibujo que a mí me parece que reproduce un estilo nervioso, seguramente queriendo conseguir impregnar a la lectura el carácter mismo del biografiado, Ross nos cuenta como Beethoven vivió esos primeros años que, a la postre, son los que forjan la personalidad de todos nosotros.

Vamos a ver a un Ludwig, con fama ya de niño prodigio, muy valiente y capaz de enfrentarse a tres matones para defender a su padre ante la huida de los dos “comesesos “de sus hermanos a sabiendas de llevar todas las de perder; a un Ludwig cansado de interpretar ante otros obras ajenas  –presentado por su padre al público como con un año menos de su edad real para igualarse así a la precocidad de Mozart–  y ansioso de mostrar sus originales creaciones; a un Ludwig acosado ya, tan joven él, por problemas digestivos que le acompañarían el resto de su vida; a un Ludwig enamoradizo que cae en los brazos de la belleza femenina aunque esta acabe rechazándolo; que comenzara a impartir clases de piano; que viajará a Viena para ser admitido (sin éxito) como alumno de un Mozart  cagón siendo finalmente admitido por Haydn; el inicio de su sordera (a los 26 años, edad que yo ya no considero infancia, pese a que en la faja, malditas siempre las fajas, nos vendan el libro como “una novela gráfica sobre la infancia de Beethoven y su peculiar familia”); un Ludwig que, finalmente, sorprende y se mete al público en el bolsillo en su primera actuación importante.

En todo momento se muestra a un Ludwig que sabe lo que quiere y la música que quiere hacer. Un chaval que quiere romper los esquemas e innovar, cansado de repetir una y otra vez, a la fuerza, las obras de otros y creyendo saberse no mejor, sino distinto y original.

El joven Ludwig llega con casi un año de retraso desde su anunciada salida, pero la espera ha merecido la pena. Cualquier amante de la música clásica, y en especial de la del alemán, quedará plenamente satisfecho ante esta colorida partitura biográfica con un tempo y compases medidos, con toda la violencia y energía de las sinfonías de un hombre que luchó toda su vida contra la enfermedad y que tan buena Música nos ha legado.

Larga a vida a Beethoven.

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