Entremeses, de Miguel de Cervantes

La literatura dramática está sujeta y condicionada a su puesta en escena y el mensaje debe captar al momento la atención del público al que va dirigido. No hay vuelta atrás ni modo alguno de desarrollar un instante, un gesto, la entrada o salida de escena de un personaje, ni tan siquiera una palabra pronunciada con tal o cual énfasis. Todo queda irremediablemente ligado a la representación directa; de un lado, quien interpreta, del otro, quien escucha y observa. Dicho de otro modo, y empleando una bellísima metáfora del dramaturgo Peter Brook, «el teatro es como el vino: si no es bueno en el preciso momento en que se toma, está perdido». Vale esto tanto para su concepción para puesta en escena como en su opción para ser leído. El mensaje que transmiten los textos deben llegar de forma directa a su receptor. Más si cabe si de lo que hablamos es de un género breve, que no menor, como el entremés, donde la acción, el lugar y el tiempo se condensan súbitamente en apenas unos minutos. Y en este subgénero, si se quiere denominar así, Miguel de Cervantes fue el mejor.

Los Entremeses de nuestro más insigne y discreto escritor dan muestra del inmenso poder creativo que tenía para la escritura dramática de la que tanto gozaba, pese a quedar ensombrecido por el descomunal portento de Lope de Vega. En diversos textos dejó escrito Cervantes su amor por el teatro con introducciones y lamentos más propios de su voz que la de los personajes que corrían aventuras en sus obras. Quijote, por ir a lo canónico, admiraba el poder que en él despertaba el teatro y dice que «desde muchacho fui aficionado a la carátula y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula (II, Capítulo XI)». Bien se podría pensar que el propio Quijote era un actor que fingía su papel de Caballero andante. En Cervantes, todo tiene el rumor de las tablas escénicas. Su concepción teatral tuvo que luchar con los preceptos de la Nueva comedia impuesta por el Fénix, mas su apuesta no tuvo el mismo éxito. Cabe pensar que sus piezas ni tan siquiera fueran nunca representadas en vida del autor ni que sirvieran de cátedra para noveles dramaturgos, pero nos llegan a nuestros días con la inmensa fuerza y el poder brujo de cautivarnos. Se mantienen en el tiempo eternas, poderosas y nos dan buena cuenta de su tremenda originalidad y encanto.

Los Entremeses fueron publicados en una edición de 1605 titulada Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados. Aquí destaco solo sus piezas breves en edición de Cátedra base, ideal para adentrar a los lectores jóvenes en el imaginario espectacular de Cervantes. Las ocho piezas que reúne el libro tratan con sátira intencionada las ridículas costumbres y corruptelas de las gentes de su tiempo. Así, encuentras críticas a los temas básicos del XVII como la importancia de la honra y el linaje puro, siendo cristiano por los cuatro costados, los celos y el adulterio, todos convencionalismos vigentes en la época, bajo una observación psicológica de los personajes elevadísima por parte de su autor. Y es que Cervantes, más que el argumento, lo que dominaba era el trato del personaje. Si el público que abarrotaba los corrales de comedias estaba preparado para el hilo conductor de la trama, a Cervantes le interesaba más poner el foco en los caracteres que creaba, en la vida directamente observada, en las pasiones más carnales.

A destacar, “El retablo de las maravillas”, pieza fundacional de metateatralidad y engaño. La carreta de cómicos de Chanfalla y Chirinos ponen en su teatro de títeres una escena invisible para todos excepto, y he aquí el engaño, para los ojos de aquellos que se jactan de ser cristianos viejos, de no tener descendencia morisca. La honra y la limpieza de sangre se ponen de manifiesto en la actitud soberbia y ridícula del Gobernador que, por cuidar su imagen, asegura observar las ficticias necedades que se inventan los cómicos. Otro entremés sublime es el de “Los alcaldes de Daganzo”, en el que cuatro villanos incultos y borrachos aspiran a ser alcaldes. Por supuesto, el no tener oficio ni beneficio, beber vino y comer carne va estrechamente ligado a su condición de cristiano viejo, algo que vuelve a ser capital y más admirable por lo que serán mejor aspirantes a alcaldes. Este entremés, además de ser junto a “El rufián viudo” los dos únicos compuestos en verso tal y como se estilaba en la Nueva comedia lopesca y señal de que Cervantes bebía más del influjo renacentista al preferir la prosa, resulta de una actualidad inusitada cada vez que se acercan las elecciones electorales. Aconsejable darle una relectura cuando toque.

Y un último entremés a mencionar por encima y por no alargar mucho la reseña, que por mí aprovechaba a hacer cátedra de este libro, sería el del “Viejo celoso”, representación teatral que tuvo su antecedente en la novela ejemplar El celoso extremeño. En esta pieza breve, Cervantes mantiene una incisiva sátira del marido burlado, la desigualdad excesiva de edad entre los cónyuges y los celos. El adulterio, que en la novela no llega a producirse, deja en entredicho si ocurre o no en el entremés, haciendo así testigo directo al espectador de lo que sucede dentro de la habitación de la joven mujer. Los celos no infundados que dominaban El celoso extremeño, aquí parecen tener una nueva perspectiva. Cervantes muestra una vez más cómo se puede renovar a sí mismo a través de una atenta mirada vital de las condiciones humanas de la gente de su tiempo y que en sus entremeses, subgénero que dominaba a la perfección, nos hace partícipes.

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