«La condena» y «El fogonero», de Franz Kafka

La condena y el fogoneroTengo que confesar que me admira la omnipotencia de las editoriales para, año tras año, ir sacando novedades bajo firmas de autores que llevan años (o incluso siglos) muertos. A veces me paro pensar y me pregunto si no será que en realidad esos autores nunca mueren, que tienen algún tipo de pacto con el diablo (y con la editorial, claro) con el que tener siempre material para publicar, pasen los años que pasen. Luego me paro de verdad, pienso de verdad y caigo en la posibilidad de que esto solo sea un recurso de las editoriales, en un momento en que se produce muchísimo más de lo que se puede llegar a leer, para cazar al lector con un nombre que a este le suene. ¿Te suena Kafka? Pues a eso me refiero. Hoy hablo de «La condena» y «El fogonero», de él, de Franz Kafka.

Kafka publicó poco, y mucho menos si por él hubiera sido. De lo poco que publicó (encima el pobre murió con poco más de cuarenta años) es evidente que ya se conoce todo. Entonces, ¿cómo puede ser que aparezca a finales de 2018 una editorial como Acantilado con una novedad que lleva la firma de Kafka? Pues es sencillo, porque Kafka vende, porque unes dos relatos que deberían haber formado en su origen por voluntad del autor un trío junto a «La transformación» (que también conocemos como «La metamorfosis») y la gente pica, lo compra y lo lee. Y esto no es ninguna queja, porque yo he picado. Y con gusto. Gracias, Acantilado.

Como digo, la editorial ofrece para todos los amantes de Kafka dos relatos traducidos por Luis Fernando Moreno Claros, quien también añade un epílogo (gracias de nuevo a Acantilado por poner ese texto como epílogo y no, como suele pasar y convertirse en un spoiler gigante, como prólogo). El primero de estos relatos es «La condena», uno de los relatos favoritos de Kafka, que escribió del tirón en una sola noche y donde mejor se reflejan las características esenciales de su obra: el odio/temor al padre, las dudas sobre cómo ser hijo, las ansias de volar aparte y la reticencia a estar solo en el mundo, la ensoñación, las tinieblas y la pesadilla. En este relato, Kafka nos presenta a Georg Bendemann, un joven comerciante, que vive con su padre, que acaba de prometerse con su novia y que habitualmente escribe cartas a un amigo que vive en Rusia. Hasta ahí todo bien, el problema es que en escasas veinte páginas la historia es capaz de golpearnos con todo lo que rodea a Bendemann: un padre que siempre busca la puya, una ansia reprimida y cargada de dudas de huir por fin del nido, un deseo a la vez que miedo de volar. Como si fuera una pesadilla, «La condena» tiene algo tan extraño como un pequeño mensaje escondido en el que se advierta de quizás la vida de Bendemann es la del propio Kafka.

Por otro lado tenemos «El fogonero», que en verdad es el primer capítulo de una novela que se publicó de manera póstuma (¡otra vez!) bajo el título El desaparecido. Aunque en realidad, según los estudiosos, Kafka solo aprobó en vida la calidad de este primer capítulo, que tras ser leído (yo no me he leído El desaparecido), funciona perfectamente en solitario. En él nos encontramos con un chaval de dieciséis años que es expulsado por sus padres de su país hacia América. El motivo de la expulsión, según cuenta el propio personaje, Karl Roßmann, es el haber sido seducido por una de las cocineras de casa y que esta acabase teniendo un niño de él. El relato empezará con el joven en el interior del barco que lo lleva hacia América, ya durante la llegada a la tierra de los sueños y la libertad (de ahí la cubierta del libro), levemente desorientado en busca de su paraguas perdido. Recorrerá pasillos privados mientras oye que la gente empieza a desembarcar hasta acabar metido en un camarote donde se iniciara una historia extrañamente entretenida e incluso por momentos divertida de poco menos de sesenta páginas. Historia en la que, cómo no, volverán a aparecer, aunque bastante más light, esos temas recurrentes anteriormente comentados.

En definitiva, «La condena» y «El fogonero» es un libro que (casi) cabe en el bolsillo, que puede leerse en un viaje en tren al trabajo o en un rato post siesta y que vuelve a recordarnos por qué hay cierto tipo de gente que se merece ser recordada siempre. Quizá las editoriales hacen esto solo para ayudar a que no nos olvidemos de ellos, quizá lo hacen porque saben que si no lo hicieran estos autores morirían de verdad. O no, no lo sé. Pero qué bien que lo hagan.

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