La Costa de Chicago, de Stuart Dybek

La Costa de ChicagoUna vez viajé de verdad, y ahora me explicaré bien. Por resumir, digamos que le pagué a alguien para que me enseñara una ciudad. Digamos, por ser un poco más explícitos, que le pagué a alguien muy bien para que me enseñara una ciudad, así que él me lo enseñó todo (de la ciudad, entiéndase), incluso aquello que no quieres ver cuando vas en chanclas y en bermudas. Me monté en su motocicleta y me dejé engullir por lo que palpitaba en aquellas calles. Jamás en mi vida olvidaré aquel viaje, ni las emociones de extrema felicidad, de miedo, de soledad, solidaridad o extrañeza que experimenté aquellos días. Por supuesto, jamás olvidaré tampoco a ese loco motorizado que se hacía llamar Perico el de los Palotes.

Con Stuart Dybek y su libro de relatos La costa de Chicago, me ha pasado algo similar, pero mi bolsillo y mi trasero (lo digo por lo duro que estaba el asiento de la moto, no vuelva  usted a pensar mal) me lo han agradecido con creces. Con Dybek he viajado al corazón de esas otras calles de Chicago, más allá de Al Capone y de Elliot Ness, pues Chicago es algo más que eso, es la ciudad del viento, no sólo la cuna de la tecnología puntera y la ciudad económica que nos suele llegar habitualmente. Los maravillosos relatos de Dybek te llevan a calles que son un número, calles sin nombre, con gente sin nombres, barrios declarados en ruina y que te ponen en medio de otro tipo de gente. Inmigrantes polacos, rusos, ucranianos o mexicanos son nuestros compañeros de viaje en un circuito urbano por los recuerdos de la  infancia añorada y alegre, por los sueños que se han roto o los que aún están por cumplirse, por el amor y el desamor, el miedo, la amistad, la soledad y  la cruda realidad del que sólo puede pelear a la contra.

Y es que Chicago está muy cerca. Más de lo que nunca me hubiera imaginado. Yo diría que al otro lado de la esquina. Porque Chicago o, mejor dicho, el Chicago del que nos habla Stuart Dybek en la veintena de relatos que componen esta maravilla, está en todos nosotros, en realidad.

¿Quién no ha cruzado su antiguo barrio, la calle principal de su ciudad o ha pasado cerca de la vieja fábrica y ha recordado algo que vivió allí hace mil millones de años? ¿Quién no ha visto a ese niño o a esa niña que fue, saludándole desde un parque ahora convertido en Centro de Información a Turistas? Y sobre todo: ¿quién no se ha mirado al espejo alguna vez y se ha comparado con esa otra imagen que viene de repente desde el pasado? ¿Quién no se ha preguntado cuál será la próxima estación y si ocurrirá algo extraordinario esta vez?

Estas y otras muchas preguntas son las que quedan en el aire a medida que avanzas por las historias cotidianas de La costa de Chicago y te vas encontrando una serie de personajes que viven, sufren, sueñan, deambulan, caen, se levantan o mueren en esas calles. ¿Hay esperanza para los que están solos? ¿Un instante de felicidad vale toda una vida? Para presentarnos éstas cuestiones tan profundas, Dybek se vale de una prosa increíblemente sencilla pero sobre todo honesta. Luminosa pero sin alambiques, lírica pero sin retóricas empalagosas, intensa y con ritmo. En definitiva, estamos ante un maestro contemporáneo del cuento clásico que nos narra historias que pueden estar ocurriendo en la puerta de al lado.

Una joven pianista que ameniza los sueños y las pesadillas de sus vecinos, los comienzos de un grupo de rock amateur y ruinoso como metáfora de una ciudad también en ruinas, un adolescente extremo izquierda que muere súbitamente en pleno partido, leyendas urbanas como la de la niña conservada en hielo, o relatos del insomnio o de cafeterías abiertas de madrugada salidas de un cuadro de Edward Hopper. Las sombras y los ruidos de la noche y las andanzas noctámbulas de cientos de desconocidos que buscan un poco de luz. Vemos mujeres que ríen dormidas, otras que siempre se desmayan en misa y, en definitiva, asistimos a una tourné deliciosa y melancólica por la mismísima vida, esa que pasa cada día en las calles de una ciudad como Chicago, como la de usted o la mía, contadas, eso sí, con oficio y maestría por Stuart Dybek y traducidas con rigor por José Luis Amores. No quiero olvidarme de felicitar a Pálido Fuego por traernos a España, a uno de los grandes de la narrativa estadounidense actual. Ojalá no se  quede ahí. ¡Queremos más Dybek!

Por tanto, si a usted le apetece viajar a Chicago sin contratar paquetes turísticos, lea a Dybek. Si busca emocionarse y encontrar retazos de su infancia, o de su primer amor o su adolescencia, lea a Dybek. Si busca sentir que no está solo y que otros sufren o se extrañan del mundo igual que usted, lea a Dybek. Si quiere entretenimiento barato, fotografías preparadas con filtros para Instagram, o historias edulcoradas, entonces lea usted otra cosa.

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