La isla de Arturo, de Elsa Morante

En el último viaje que realicé a Nápoles encontré en una de las librerías de la Piazza Dante un ejemplar de La isla de Arturo, de Elsa Morante, ganadora del Premio Strega en 1957. Esa misma mañana me dirigía a la estación de tren para recorrer la costa y pasar unos días en una de sus preciosas islas. No lo pensé dos veces y me llevé el libro: el lugar y la Morante lo merecían. Ella misma, junto a su marido, el también escritor Alberto Moravia, se refugiaron del fascismo en Nápoles tras salir de Roma. Y fue allí donde la Morante creó una de las novelas de madurez del personaje más seductoras del siglo XX. La experiencia de haber leído esta novela ha sido inolvidable, una de esas historias que se quedan en el estómago, que entra y se mantiene ahí, dando un constante calor. Crea un sentimiento de contrarios: piedad por un lado, rabia por otro. La belleza de su narrativa, de una delicadeza solo al alcance de muy pocos escritores, fluye a lo largo de las páginas conduciéndote a un estado casi hipnótico.

En La isla de Arturo se narra el paso de la infancia a la edad adulta de su personaje protagonista. La pérdida de la inocencia, esto es, la fantasía, la imaginación, la vida de ensueño, dará paso a sentimientos encontrados donde se mezclarán el rencor y el amor. Arturo es un joven chico que vive en su pequeño paraíso en estado casi salvaje: sin amigos, sin horarios, pero también sin el afecto de su madre, muerta cuando él nació. La única figura a quien sigue es la de su padre, Wilhelm, de quien tampoco recibe caricia ni beso alguno; apenas está con él y le idealiza cada vez que se va de la isla y le deja solo. Su educación se ha basado en una vida sin amor, donde las mujeres no figuran en ningún sitio, por eso, cuando su padre aparece con una nueva esposa, Nunziata, se producirá el accidental momento que hará madurar a Arturo. Del rencor pasará a aquello que despreciaba; todo a lo que se aferraba, la sólida ley impuesta por su padre, dará un vuelco. Sin querer y sin saberlo, Arturo está conociendo el amor: «la abracé y la besé en la boca». Pero este no es un beso cualquiera, es el beso que nunca recibió de su madre, son todos los besos que le negaba su padre. La pérdida de la inocencia le llevará a desencantarse con su padre, con su madrastra, a romper las promesas de no abandonar la isla, de dejar, quizás, para siempre su pequeño paraíso creado.

Estamos ante una de las mayores escritoras del Novecientos italiano. El realismo poético de Elsa Morante que utiliza en la descripción de la ficticia isla de Prócida, así como de la triada de personajes que conducen la novela, bebe del que ya utilizara Giovanni Verga en su etapa verista, aquella en la que fijaba el foco en los humildes y en la vida del campo. Conocedora de las emociones humanas, la Morante te seduce desarrollando, en un contexto histórico como en el que basa La isla de Arturo, en pleno conflicto del fascismo de Italia, la intrahistoria unamuniana de sus personajes. Da voz a los mudos, a aquellos que escapaban de los titulares. En su narrativa se aprecia un rumor de esperanza llena de desencanto, de ahí la sensación de opuestos que produce la lectura de esta gigante novela. Lo dicho, inolvidable.

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